viernes, 18 de diciembre de 2015

DIGRESIÓN 3


Lujo y miseria en “la milla de oro”

En el lateral izquierdo del portal de dos arcos, del número 22 de la calle Serrano de Madrid, en un angosto hueco entre la gruesa columna de granito con pronunciada éntasis, y la pared vertical del muro, escondía el mendigo los cartones que le protegían del frío en las gélidas noches del invierno madrileño. Pero no dormía allí, sino que lo hacía en un lugar próximo que se encontraba mejor protegido de los rigores invernales, el hueco de la entrada de la boutique de Pedro del Hierro, dos edificios más abajo, en el número 18, en la misma manzana de casas. A partir de las diez y cuarto de la noche, tras cerrar su puerta el último de los comercios, la calle sólo era habitada por los mendigos. Al poco tiempo, llegué a identificar a éstos por los lugares donde instalaban sus rudimentarios lechos, y también por sus costumbres. Este a quien me refiero era de los más cuidadosos y ordenados con sus modestos enseres, porque había otros, puede que empujados a los peores lugares por quienes habían logrado un buen cobijo, que dormían pegados a los muros de los edificios pero absolutamente al raso, verdaderos sin techo ninguno que los protegiera de la lluvia y de las heladas invernales. Y alguno más había que, con el alma a la deriva, durante el día abandonaba sus cartones y mantas en medio de la acera, para, más tarde, encontrárselo todo inservible, empapadas en agua las mantas si había llovido, y los cartones asimismo echados a perder. La calle, para muchos de ellos, era como una cárcel donde habían quedado para siempre encerrados. Encerrados fuera de las calefacciones y del calor que da el hogar del cariño.

Lo vi por vez primera a las siete menos diez de una fría y oscura mañana de un treinta de enero en los noventa. Yo había madrugado más que muchos días porque era el último para presentar en Hacienda el resumen anual del IVA, y quería dejarlo todo resuelto a primera hora. Por eso fui más temprano que ningún día. Como siempre, accedí a la calle desde la boca de metro de la estación de Serrano, y enfilé en dirección al número seis, donde trabajaba en aquella época, en el edificio que hace esquina con la calle Columela, muy cerca de la Puerta de Alcalá. Me sorprendió ver una gran hoguera en medio de la acera y, a medida que me iba aproximando, observé cómo un hombre la atravesaba de lado a lado, con riesgo de abrasarse. Cuando ya estaba cerca, me fijé que se trataba de un sin techo, un hombre con el pelo y la barba canosos, que de ese modo se estaba calentando. A los pocos días lo volví a ver en las mismas circunstancias, y al llegar a su altura, me detuve y, sacando una moneda de cien pesetas del monedero, se la tendí, mirándolo a los ojos.

     Toma, para un café…

Viéndolo de cerca me pareció más mayor de lo que supuse. Su reacción, instintiva, me sorprendió, pues retrocedió de un salto, como si se tratara de un animal acechado por su predador. Al fin, rápidamente se tranquilizó y me extendió la mano para recoger la moneda. No dijo palabra…
Lo volví a ver alguna vez, hasta que desapareció. Imagino que ya habrá muerto.

***

Durante los años que pasé trabajando en la milla de oro de Madrid, me crucé con muchos otros mendigos. Recuerdo otro que, a partir de las dos de la tarde, se arrodillaba en medio de la calle, con un cartel donde suplicaba compasión y solicitaba ayuda económica. Había personas que, ante su presencia, frenaban su paso y dejaban caer alguna moneda en un pequeño plato de plástico de color rosa que el hombre había colocado en el suelo, delante de él. La mayoría, sin embargo, eludía ese encuentro dando una brusca y forzada revuelta, bordeando aquel descarado obstáculo.

Pero había otro mendigo, que era quien llamaba especialmente la atención de los peatones por encima del resto. Se trataba de un rumano llamado Ovidiu —me dijo su nombre un día que me detuve a darle una moneda y me interesé por él—, que se arrastraba sentado por el suelo, mostrando muñones, en lugar de piernas, gracias a las bien remangadas perneras del pantalón. Lo que más llamaba la atención de él es que en una de sus manos llevaba un cacillo de aluminio, con alguna moneda tintineando en su interior al bamboleante ritmo de su lento avance, mientras recitaba una especie de letanía en un español rumanizado…

     ¡Por favor, zeñores...!, ¡gracias, zeñores…! ¡Por favor, zeñores…!, ¡gracias, zeñores…!

Me incomodaba la exhibición impúdica que hacía ese hombre de su desgracia, pues el efecto estético de su súplica, arrastrando por el suelo y exhibiendo de ese modo lo que quedaba de su cuerpo, resultaba algo obsceno.
           Al poco tiempo, volviendo a casa a las dos de la tarde, una hora no habitual para mí, entré en la boca de metro de la estación de Serrano, y vi al rumano, en el andén, esperando la llegada del tren como un viajero más. Estaba, como siempre, con su cacillo y sentado en el suelo. En cuanto llegó el tren, un muchacho joven que se encontraba cerca de él, lo abrazó por detrás por debajo de sus axilas, y lo depositó en el suelo del último vagón, donde también me monté yo. En cuanto el tren inició su marcha, un espectáculo patético se produjo allí mismo, cuando Ovidiu, arrastrándose por toda la longitud del vagón del mismo modo que hacía por la acera de la calle Serrano, recitaba su particular letanía:

     ¡Por favor, zeñores...!, ¡gracias, zeñores…! ¡Por favor, zeñores…!, ¡gracias, zeñores…!

Al llegar el convoy a la siguiente estación, el mismo chaval joven que ayudó a nuestro mendigo en la estación de Serrano, volvió a izar en el aire a aquel despojo humano y, con una sorprendente rapidez, lo condujo en volandas al vagón inmediato, donde Ovidiu siguió arrastrando su súplica de ayuda entre las piernas del pasaje, sin reparar en que su fornido ayudante y él mismo estaban dejando en evidencia la tramoya del negocio.

***

En fin. Pocos años después, la empresa donde yo trabajaba decidió fusionarse con otra del mismo grupo, y nos mudamos de oficina, instalándonos en el margen opuesto del Paseo de la Castellana. El edificio que la albergaba tenía su entrada principal por el mismo Paseo, pero había otro acceso por la calle Fortuny (“fortuni”, la llamamos los castellanos y “fortuñ” la nombran los catalanes), así denominada en recuerdo del pintor Mariano Fortuny, natural de Reus. El caso es que, sorprendentemente, esa zona de la ciudad, a partir de determinadas horas de la noche, se convierte en nido de travestidos altos y elegantes, que ejercen de busconas y visten una elocuente lencería provocativa. Sucedió que, otra mañana en la que también hube de acudir bien temprano a trabajar, a eso de las siete, abandoné el Metro por la Glorieta de Rubén Darío, y girando por la calle Jenner enfilé hacia Fortuny para entrar a la oficina por la puerta trasera del edificio. Yo iba abatido, tras haber dormido poco, y con el peso de todo el trabajo que, como llamándome desde mi mesa, requería mi atención. Llevaba, pendiendo de su asa en mi mano derecha, una gruesa cartera con listados de ordenador y documentos, con los que había trabajado en casa hasta bien tarde. Y allí, junto a la puerta trasera del edificio, un grupo de tres o cuatro travestidos, altos como torres y maestros en evidenciar lo prohibido, dispersaron levemente el grupo para dejarme pasar.

—¡Hola, amor…!

Me espetó uno de ellos. Lo dijo suavemente, con una voz grave, casi varonil, que sin embargo me produjo una inesperada conmoción. Porque en aquella época, de trabajo desbordante, hostil a los sentimientos y padeceres humanos, donde unas tareas agobiantes ocupaban casi todas las horas de mi vida, aquella breve pero tierna invocación amorosa, realizada por un travestido a quien ni siquiera miré, tuvo el efecto de anudarse, por un instante, en mi garganta...

domingo, 6 de diciembre de 2015

DIGRESIÓN 2



CUENTO DE NAVIDAD

Julián vivía solo desde que enviudó. Pero ahora, siete años después de la muerte de Mercedes, cercana ya la Navidad, se había decidido a volver a poner el Belén que tanto le gustaba a ella, que se fue para siempre un día como cualquier otro, poco después de bajar a la calle a comprar unos huesos para hacer caldo. Falleció cuando su cuerpo fue empotrado contra el muro de un edificio por una hormigonera que quedó sin frenos en una calle empinada cercana a su domicilio. Murió en el mismo instante del impacto. Tras el pertinente juicio, la compañía de seguros pagó a Julián una importante indemnización, que, años después, Julián dedicó a comprar flores para la tumba donde la enterraron, y para atar cada semana un ramo a la farola más cercana al lugar de su muerte. Pero eso fue más tarde, porque la muerte de Mercedes dejó el alma de su marido como vagando a la deriva entre un montón de sentimientos encontrados. Y como no habían tenido hijos no hubo nadie que acudiera, ante su nueva circunstancia, al rescate de Julián.
Al principio, durante semanas, él fue incapaz de llorar, aunque era lo que más deseaba, para expulsar de sí una profunda angustia que de repente anidó en su corazón. Necesitó de muchos días para volver a mirarse al espejo, y cuando pudo hacerlo había pasado casi un mes. En ese instante le costó reconocerse en aquel hombre canoso, barbudo y mucho más delgado de lo que él recordaba… Fue entonces cuando decidió asearse como a ella le hubiera gustado que él hiciese. Y resolvió que su particular homenaje al amor sincero que ambos se habían profesado era mantener todo exactamente igual que cuando ella vivía. Por eso, se afanó en las labores de la casa. Y también, como si se tratara de una revelación, decidió entonces gastar la indemnización en comprar flores y más flores solo en memoria de ella.
A partir de entonces, Julián también empezó a encontrar la paz tocando, abrazando los objetos que habían sido de ella. En ellos la encontraba más presente y más real que en cualquier fotografía. Las que habían sido las gafas de Mercedes, pero también su pijama, sus zapatillas, el libro que quedó en su mesilla, con la marca de lectura en la página sesenta y siete, su anillo de casada… Por las noches cogió la manía, que después fue costumbre, de irse a la cama, al anochecer, con alguno de esos objetos entre sus manos. Y los acariciaba, o los abrazaba, sintiendo que conservaban el alma de ella. Era como si, por encanto, aquélla hubiera quedado en ellos atrapada.
Julián no era religioso, aunque tampoco era ateo. La verdad es que no le preocupaba mucho si había o no un Dios. Alguien le dijo una vez que en realidad era agnóstico, y también algo nihilista —ese alguien le dijo esto último en tono de reproche. De todos modos, Julián entendía que para vivir era necesario creer en algo. Y la creencia, para él, se parecía a una apuesta arriesgada, algo parecido a apostar todo a una carta. Podías equivocarte en la elección de ésta, pero para que la vida mereciera la pena había que aceptar ese riesgo. Y pensaba que la carta de Dios era la de los perdedores. Aunque, curiosamente, tampoco sabía muy bien a qué carta debían apostar los ganadores. No obstante, aunque nunca se lo había dicho a nadie, estaba convencido de que tras la muerte no nos esperaba nada más que la aniquilación total.
Mercedes, sin embargo, era todo lo contrario que Julián, pues desde niña había sido muy religiosa. Y desde que se casaron siguió yendo a Misa todos los domingos, sin que él mostrara nunca oposición a sus deseos. La esperaba a la salida de la iglesia y, tras dar una vuelta por el barrio, iban a tomar un vermú al bar de Manolo, que había sido compañero de clase de Julián cuando fueron niños. También, por Navidad, ella tenía la costumbre, que no abandonó hasta su muerte, de colocar un sencillo Belén haciendo un pequeño hueco sobre el viejo y enorme aparador que, heredado de sus padres, se encontraba en el saloncito de su vivienda. Y Julián la ayudaba a poner unas pequeñas bombillitas de colores que parpadeaban sobre las bonitas figuras que en el Portal representaban a la Sagrada Familia en sus inicios, cuando nació Jesús. Por supuesto, Julián no creía que aquel niño fuera el hijo de ningún dios, ni que María, su madre, fuera virgen antes ni después del parto. Pero jamás le dijo palabra alguna a Mercedes sobre esos asuntos porque no quería que, por su culpa, pudiera romperse la fe que ella tenía en la vida si desaparecía Dios de su horizonte. Por eso también la acompañaba siempre a la iglesia aunque la esperara en la puerta.

Pero un día, siete años después de la muerte de Mercedes, en la misma semana de Navidad, Julián, de repente, decidió bajar del altillo que había al fondo del pasillo la caja donde estaban las figuras del Belén. La caja, que había sido el embalaje de una aspiradora, estaba rellena de finas tiras de papel de periódico pacientemente esparcidas entre las figuritas de barro para que éstas no se rompieran. Dos semanas antes, su vecina Carmen, viuda también, que le había oído llorar por las noches, decidió hablar con él,

—     Julián, necesitas que te vea el médico. Mañana te acompaño yo.

a lo que Julián se negó, amable pero tajante:

—     No, Carmen, gracias por tu preocupación, pero estoy bien. No necesito médicos.

Ahora ya era de noche, y Julián estaba sacando de la caja de la vieja aspiradora las bonitas figuras que Mercedes había ido comprando a lo largo de varios años. Cuando las hubo colocado dentro del portal, en los mismos lugares donde ella las situaba, cogió la figura de barro que representaba al buey y se fue con ella a la cama. Y se acostó, abatido y triste, con el buey bien apretado en su mano derecha. Al poco, decidió apagar la pequeña lámpara de la mesilla. De repente, Julián rompió a llorar. Era un llanto desconsolado porque Mercedes ya no estaba. Y se durmió.
Debió pasar un buen rato cuando Julián oyó cómo alguien abría, suavemente, la puerta de la calle.

—     ¿Mercedes? —preguntó inquieto.
—     Sí, cariño, soy yo…

Y enseguida vio aparecer a Mercedes, tan guapa como siempre había sido, que se sentó en la cama, junto a él. Se miraron con ternura, y ella se inclinó para abrazarlo y besarlo, suavemente. Eso fue todo.

Tres días después, a las diez de la mañana, un brusco chorro de luz entró por la ventana del dormitorio de Julián. Eran los bomberos que, junto a un oficial del juzgado de guardia y la policía, estaban entrando en su casa, ante el aviso de su vecina Carmen, alarmada porque hacía dos días que no oía ningún ruido en casa de Julián y tampoco respondía a sus llamadas. Lo encontraron en la cama, con el rostro en paz, y con la figura del buey del Belén pegada a sus labios.


***

miércoles, 25 de noviembre de 2015

DIGRESIÓN 1




Stevenson en el Infierno

En lo que hoy es el Monasterio de Agia Triada, en Meteora, junto a la llanura de Tesalia, cuenta la leyenda que vivió hace mucho tiempo, antes de que los cantos de alabanza a Dios quedaran grabados en la memoria de los hombres, un monje que, al cabo de los años, y para los habitantes de aquella región, se creyó que era el Preste Juan. De él, como devoto de la herejía nestoriana, se dice que muchos años después fundó un reino cristiano más allá de Samarkanda, perdido en los confines de Asia. Pero del tiempo de su estancia en Meteora se cuenta  que entabló contacto con Satanás.

En lo alto de aquella roca el Preste Juan hacía penitencia y rezaba al Dios más compasivo, sometiendo su cuerpo a las más refinadas torturas imaginables con el fin de vencer las pasiones más abyectas. Pero, como también cuenta la leyenda, cuanto más rigurosa era la penitencia con que el Preste Juan castigaba su carne, mayores y más poderosas eran las tentaciones que le asaltaban, de modo que, aunque una y otra vez, sin aceptar la rendición, lograba elevar algo su alma por encima de la ignominia, al cabo siempre terminaba cayendo en el fango del pecado más horrendo. En plena lucha consigo mismo, en medio del macabro juego con que la Virtud y el Pecado se entretenían con su alma, y cuando se encontraba casi al borde de la locura, adivinó la tenebrosa sombra del Príncipe de las Tinieblas que poco a poco se había ido apoderando de su alma. Entonces, casi al límite de su resistencia, Juan decidió aliarse con su mayor enemigo tratando de acordar una salida a su triste situación, aunque, en su intuición bien lo temía, se tratara de un pacto de cumplimiento imposible. Y propuso al Diablo: 

- Hagamos entre nosotros, Señor, un pacto que conduzca a la condena eterna a cientos, a miles, a decenas de miles de pecadores, liberándome, en contrapartida, a mí de vuestro yugo. Para ello bastaría maquinar cómo lograr el fiel compromiso con Vos de la víctima elegida mediante un trueque perverso: un objeto dentro del cual se encierre vuestro malvado espíritu tentador, que pudiendo pasar libremente de mano en mano y navegando sobre la profunda e insaciable maldad humana, termine contaminando de pecado el alma de miles de hombres.

-          -  Interesante… —contestó Satanás. Veo que has aprendido a ser más y más perverso… ¡Continúa!

-        -  Para ello, Señor, bastaría con que el dueño del objeto que contenga vuestro espíritu pueda disponer, con sólo desearlas, y utilizándolas sin otro límite que su propio capricho, de todas las personas o cosas capaces de satisfacer sus mayores perversiones. De ese modo, en él triunfará la maldad cuyo imperio anheláis desde la eternidad. Y para salvar su alma, el desdichado propietario del objeto maldito deberá deshacerse de él antes de morir, vendiéndolo siempre a un precio inferior al que pagó cuando lo compró.

-       - Me gusta… me gusta… Mira en la alacena que hay a tu espalda, y encontrarás una botella de cuello largo y cuerpo esférico. Ella, donde está encerrado mi espíritu, irradiará mi poder infinito sobre las almas que ante mí se postren. Tras apoderarme de ellas, las arrastraré gozoso a las llamas del Infierno por los siglos de los siglos.

Satanás accedió a la atrevida pretensión de Juan quien, en su desesperación, no hacía otra cosa que ir hundiéndose poco a poco y cada vez más en las hondas simas del pecado. Un pecado urdido con los sutiles e inocentes mimbres disponibles allí donde sólo un alma perdida en la desesperación, pero capaz de dar una y otra vez la espalda al Dios Eterno y Bondadoso, es capaz de llegar. Pero, si bien, en cumplimiento del pacto, el yugo con que Satanás tenía sometido a Juan fue eliminado por Aquél, no por ello obtuvo éste de Dios el perdón indiscutible con que contaba. No fue, en consecuencia, ni por su lujuria ni por su abandono al placer desordenado por lo que el Preste Juan, a pesar de liberarle Satanás de su yugo, se condenó. Fue porque cayó en el único pecado que no tiene perdón de Dios, el que conduce sin remedio alguno a la condena eterna. Bastó el simple pacto a que llegó con Satanás, para que su alma ya fuera insalvable, porque su pecado fue tratar de huir de la miseria humana creyendo que era posible, y en pie de igualdad, alcanzar un pacto entre el hombre miserable y la divinidad, llámese ésta Ishtar, Marduk, Astarté, Osiris, Yavhé o el mismo Satanás… Desde que este último pacto inició sus efectos, una sombra de tristeza inunda el mundo.


Muchos años después de la muerte del Preste Juan en el corazón ardiente de Asia, falleció en Samoa, allá por los Mares del Sur, a sus cuarenta y cuatro años de edad, uno de los escritores más grandes de la historia de la literatura universal. Fue creador de aventuras y de mitos, y con su afilada y certera pluma describió como nadie la denodada lucha del hombre en el eterno conflicto entre el bien y el mal, para hacerse merecedor de una salvación que ese mismo hombre sólo es capaz de vislumbrar en un horizonte inalcanzable siempre. Mirándose a sí mismo con honesta valentía, ese escritor descubrió que no son sólo una sino varias las almas que en un hombre pueden habitar, y que en esa lucha el fracaso siempre está anunciado. Jekyll y Hyde llamó a esas almas en lucha constante y desalentadora por alcanzar el cielo. Junto a su cadáver, presa aparente de tuberculosis, se descubrió un manuscrito desordenado y escrito con letra crispada titulado El diablo en la botella. Un último gesto horrorizado quedó grabado en el rostro de Stevenson quien, con los ojos muy abiertos como mirando al infinito, y junto a una botella descorchada, de cuello largo y cuerpo esférico, caída junto a él, parecía estar viendo al mismo Satanás.

viernes, 30 de octubre de 2015

El callejón trasero




EL CALLEJÓN TRASERO


A Stephen Milligan, in memoriam




Hay un callejón abandonado en el alma donde se amontonan los pecados y las culpas. Está, como todos los callejones, plagado de papeles y cartones sucios tirados por el suelo sobre los que, en ocasiones, pasan la noche mendigos desahuciados de la vida y perros callejeros rodeados de basura. A ese lugar no se accede con facilidad. Sobre todo porque da miedo acercarse a mirar tanta inmundicia en medio de esa húmeda y tenebrosa oscuridad. El horror, el espanto, se produce al descubrirse uno mismo habitando allí: cuando es uno mismo el mendigo desahuciado y solo que ocupa ese rincón sombrío en el callejón trasero del alma. En ese lugar es donde se esconde ese ser indecente que, bajo un disfraz de formas exquisitas, de relojes de oro, de títulos, másteres y coches de lujo, de casullas y sotanas, de palabras lindas que enamoran, pasea su honestidad sobre las impolutas alfombras que adornan los pasillos por donde caminan otros tantos como él, otros que también se esconden de lo que en realidad son. Esos callejones del alma al fin están lejos hasta de la compasión de Dios… Pero basta con que te acerques lo suficiente para que, enseguida, se manifieste el hedor de la inmundicia que se oculta tras todos esos oropeles.



***



Abandonó la notaría tras despedirse de don Luis, a quien recordó que esa tarde, a las siete, de nuevo tenía cita con el odontólogo.

— Muy bien, Jaime. Recuerde que mañana, a las nueve y media, tenemos la firma de las escrituras de Malcesa, y que vendrá D. Juan Andrade directamente desde el ministerio antes de ir a la Moncloa. Ya sabe que es muy puntual.

— Lo tengo presente. No se apure, D. Luis. Está ya todo preparado y, de todos modos, yo, como siempre, vendré a las ocho...

— Bien, Jaime. Que le vaya bien…

Jaime Pérez Enciso era el oficial de la notaría de D. Luis Hontoria Vázquez de Mel, despacho donde hacía quince años que trabajaba. Durante los siete últimos, tras la jubilación de D. Fernando Pérez Embid, lo hacía en ese puesto de confianza del notario. Licenciado en derecho por la universidad Complutense, por sus manos pasaban todos los negocios que se tramitaban en aquella notaría de prestigio en la calle Velázquez, de Madrid. Diariamente, despachaba con el notario los asuntos relevantes, y, a la hora de redactar los borradores de las escrituras, se dejaba guiar por el mejor enfoque legal que aportaba don Luis, sobre todo en las normalmente complejas operaciones societarias.

Aunque era la segunda vez que Jaime iba al psiquiatra, el pudor le impidió revelar la verdad a D. Luis. Le dijo que tenía que arreglarse la boca. El miércoles de la semana anterior había ido a la primera sesión, y durante toda la semana recordó el final de la conversación de aquélla:

— Entonces, dígame, Jaime ¿por qué ha venido? —le preguntó el psiquiatra.

— Porque no aguanto más… porque no puedo vivir así…

— ¿Es la conciencia? —preguntó el médico.

— No… bueno, no lo sé. Será eso…

Y tras un instante en silencio, como mirando al infinito, añadió como con un hilo de voz:

— Es el sufrimiento…

Eso último lo dijo con la voz entrecortada, acabando en un breve sollozo.


***


Jaime, dos meses antes, había cumplido cuarenta y dos años. Iba siempre pulcramente vestido. Era un hombre culto y de modales exquisitos, aprendidos desde niño y pulidos durante sus años de trabajo en la notaría de don Luis. Su imagen física irradiaba cercanía y competencia: unos ojos color miel brillando tras unas gafas sin montura, con los que sostenía una cálida mirada. Bajo su bien perfilada nariz, lucía un cuidado bigote medio rubio. Sus formas eran contenidas y su tono de voz bajo. Nunca se pronunciaba sobre ningún asunto antes de haberlo estudiado en profundidad. Estaba acostumbrado a tratar con gente importante, como apoderados de sociedades que cotizaban en bolsa o personas con modales contenidos que ostentaban algún título nobiliario, aunque también, en ocasiones, asomaba las narices por aquella notaría algún patán de esos que sólo saben hacer dinero, o simplemente rico por su casa, que iban a cerrar legalmente algún pelotazo inmobiliario, cobrando siempre una parte en negro… Por supuesto, a estos últimos se les recibía en la notaría con la misma aparente consideración que a los primeros. Como era invierno, y amenazaba lluvia, Jaime llevaba, sobre el bonito traje gris marengo que vestía, un abrigo de paño inglés y un paraguas a juego, así como unos bellos, y relucientes, zapatos negros. En la muñeca izquierda, entre la manga del abrigo y unos bonitos guantes negros de piel, lucía el reloj Omega de oro que, diecinueve años atrás, sus padres le habían regalado al finalizar su licenciatura en derecho.

A las siete en punto, salió a recibirle, a la pequeña sala de espera, el mismo doctor Márquez, quien, tras un educado saludo, y una vez en su despacho, inmerso en una leve penumbra, le invitó a despojarse del paraguas, de los guantes, del abrigo y de la chaqueta. Junto al diván había una mesa pequeña, con agua en una jarrita de cristal, un vaso y unas cuantas servilletas de papel ordenadas en un servilletero que parecía de plata alemana… Jaime aflojó el nudo de su corbata y liberó de su ojal el botón superior de la camisa.

— Ahora, Jaime, si lo desea beba un poco de agua, póngase cómodo tumbándose en el diván y relájese todo lo que pueda. Y cuando usted decida, continuamos.

Sin decir nada, Jaime se sirvió un poco de agua, que bebió despacio. Después, lentamente se tumbó en el diván. Entonces sintió que a la garganta le volvía a atenazar el mismo nudo con el que finalizó la sesión anterior, y se le empezaba a secar de nuevo. Se incorporó y bebió otro trago. Luego, otra vez lentamente, volvió a tumbarse en el diván.

— ¿Continuamos? —preguntó el doctor Márquez.

— Cuando usted quiera, doctor…

Cuando Jaime adoptó una postura relajada, se reanudó la sesión.

— ¿Cómo ha ido la semana, Jaime? —preguntó pausadamente el médico.

— Bien. Como siempre.

— ¿Tenía ganas de volver aquí?

Esta pregunta, como si se tratara de un brusco aterrizaje en el asunto que le había llevado allí, le pilló de improviso a Jaime… Como tardaba en contestar, el doctor Márquez prefirió matizar.

— Quiero decir que durante la semana habrá pensado en nuestra conversación del otro día. Me pregunto si se arrepiente de haber vuelto.

Tras un instante en silencio, Jaime se decidió a hablar.

— No. No me arrepiento. Si le soy sincero, el otro día me sorprendí a mí mismo porque fui capaz de decir lo que le dije. Y no me arrepiento. Tengo la sensación de, al menos en parte, haberme liberado de un gran peso…

— Eso está muy bien, Jaime. Ya podemos decir que algo hemos conseguido.

— Imagino que aún queda mucho camino por andar.

— Por supuesto, Jaime, que queda mucho camino. Queda todo —matizó el doctor Márquez—, pero ya estamos hablando de lo que le aturde, de lo que, como me dijo el otro día, no le deja vivir. Usted lleva toda su vida con ese dolor interior, con esa oscuridad, y ha sido capaz de abrir una ventana desde donde se ve su alma. Usted ya está dando pasos en la buena dirección, porque la terapia se la hace usted a sí mismo. Yo aquí sólo soy un instrumento, una ayuda. Pero ha de tener muy claro que el dolor va a seguir ahí, a pesar de la terapia… La terapia lo que trata de curar es la desesperación, el desconsuelo, pero no el dolor.

— No entiendo bien… —comentó Jaime algo sorprendido.

El doctor Márquez, en silencio, dejó transcurrir unos segundos, y al final dijo:

— Recuerde bien una frase, Jaime. Téngala siempre presente. Es una frase atribuida a Sigmund Freud. “La ganancia será grande si logramos transformar la miseria histérica en infortunio ordinario”. Esto significa algo muy simple. Significa que no podemos escaparnos del dolor, porque el dolor no se puede rehuir. El dolor humano es inevitable. De lo que podemos escapar es de la desesperación, del desconsuelo, pero nunca del infortunio… Las contrariedades de la vida no se pueden eludir, y hemos de aprender a vivir con ellas…

Jaime se sentía algo desconcertado. Y preguntó:

— ¿Y eso qué significa?

— Significa algo tan simple como que el infortunio, y su consecuencia, que es el sufrimiento, son, Jaime, ingredientes de su vida, y también de todas las vidas, y no va a poder quitárselos de encima como hace un rato se ha quitado la chaqueta. Lo que usted tiene que erradicar de su alma es la desesperación, esa especie de dolor informe, que lo abarca todo, ante lo que no sabe cómo responder y que le hace profundamente infeliz. El sufrimiento, sin embargo, no es incompatible con una vida feliz. Todos sufrimos… absolutamente todos.

— No lo sé, doctor Márquez… No sé si todos los sufrimientos son iguales…

— Jaime, el mundo nos engaña mucho. Y nos engaña constantemente. Todos sufrimos… Sin embargo, eso tan simple, tan natural, se oculta. Es algo que nos ocultamos unos a otros. Pensamos erróneamente que el sufrimiento hay que ocultarlo porque lo vivimos como un fracaso. O entendemos que es una debilidad, que si la desvelamos, en este mundo tan hostil a los sentimientos, nos hacemos vulnerables.

Jaime no estaba del todo convencido de que fuera capaz de ser totalmente sincero con el doctor Márquez, de que pudiera realmente liberar todo el dolor y culpa acumulados tras años de silencio y tortura.

— Como ya estamos situados ¿Le parece, Jaime, que vayamos sin rodeos al grano? Yo creo que es mejor así…

— Bien… —Jaime carraspeó levemente para aclararse la voz.

El doctor Márquez, como acostumbraba, se puso a hablar pausadamente, casi recreándose en las palabras, tratando de destacar el verdadero y hondo significado de cada una de ellas.

— Como ve, se trata de algo muy sencillo. El otro día fue capaz de abordar el problema, de verbalizarlo, de comunicarlo. Eso, Jaime, ya es mucho. Ha liberado un sentimiento que se encontraba en la oscuridad de su ser, que no tenía perfiles, porque éstos estaban difusos, no estaban definidos por palabras. Tan solo los definía el miedo, el espanto, el dolor… Hoy, sin embargo, ya podemos hablar de todo ello y mirarlo de frente, y eso significa un avance importante. Lo importante, lo más importante, es que usted ya lo está mirando de frente, y yo le voy a ayudar a que siga en esa dirección, que es la correcta. Vamos, por tanto, a hablar de todo. Y, Jaime, lo vamos a hacer con naturalidad. ¿De acuerdo?

— De acuerdo.

Sentado en un sillón, detrás de la cabecera del diván, el doctor Márquez tenía abierto sobre sus piernas cruzadas un cuaderno, con el nombre de Jaime Pérez Enciso en la cubierta. Dejó transcurrir un tiempo breve, con la intención de volver a crear el ambiente de confianza adecuado para que Jaime abriera de par en par su alma. Este fue el principio de la conversación de esa segunda sesión. El despacho, como la primera vez, estaba en penumbra, y se oía, casi como un murmullo, un suave blues a muy bajo volumen, destacando el inconfundible sonido de un xilofón. Jaime nunca se había imaginado contando estas cosas a nadie. Para concentrarse, desde el diván, fijaba su mirada en uno de los pliegues del bandó que coronaba, arriba y a su derecha, las cortinas verde oscuro del despacho del psiquiatra.

— ¿Desde cuándo siente atracción por los niños pequeños?

La pregunta, a pesar del rodeo introductorio, y de la voz monocorde del médico, produjo una conmoción en el interior de Jaime. Transcurrió un breve instante en silencio. Al fin, respondió:

— Desde los doce años… Bueno, ya casi tenía trece…

— Es decir —comentó el médico—, que usted también era un niño….

— Sí…, bueno… acababa de salir de la niñez…

— Jaime, con doce años todavía se es niño.

Ahora Jaime se revolvió levemente en el diván. Algo de lo comentado por el médico parecía incomodarle.

— Es posible que todavía lo fuera… No sé decirle… Realmente no me pasaban las cosas que les suelen pasar a los niños…

— ¿A qué cosas se refiere, Jaime?

— Un niño juega y piensa sólo en jugar, en divertirse con los amigos… A esas cosas me refiero…

— ¿Y qué cosas diferentes le pasaban a usted?

— Yo era un monstruo… Y así me sentía… Y así me siento hoy.

Jaime Pérez Enciso, oficial de la notaría de D. Luis Hontoria Vázquez de Mel, durante toda su vida, desde los doce años, había vivido ocultando al mundo un monstruo que vivía dentro de él. Todo sucedió desde el día en que le había citado el padre Juan para jugar al fútbol con sus compañeros de clase. Fue un sábado del mes de abril, por la tarde. Fue el día en que pasó más de una hora buscando el calcetín rojo del equipo de fútbol, sin el cual no podría salir a jugar. «¡No voy a consentir que nadie salga a su bola… sin el uniforme reluciente y completo!», le gritó el padre Juan señalando con su dedo índice el vestuario. «Tú hoy no sales, Jaime. ¡Ve a cambiarte!» Y llorando, angustiado, volvió al vestuario donde siguió buscando el dichoso calcetín, y también lo buscó en el gimnasio, y en los lavabos…

— ¿Sabe usted —prosiguió el doctor Márquez— realmente qué cosas les suelen pasar a los niños?

— Yo creo que no les pasan las cosas que me pasaban a mí.

— Jaime, la infancia está idealizada… Hay suicidios infantiles, más de los que nos imaginamos, lo que sucede es que de esos asuntos no se habla. El paso de la infancia a la edad adulta suele ser traumático para casi todo el mundo. Es un momento de la vida en que toca asimilar algo tan nuevo como el sexo, como la conciencia de la muerte… La vida, de repente, se nos muestra sin velos, sin tapujo alguno. La vida, en esos inicios de la adolescencia, deja de ser un juego y, en ocasiones, se vuelve tremendamente hostil, porque también empieza a exigir del niño respuestas sin dar, casi nunca, demasiadas explicaciones.

El doctor Márquez seguía hablando de un modo pausado, como separando unas de otras las palabras, con un tono de voz monocorde, tratando de no transmitir emociones. Gran parte de la terapia se sustentaba en lograr del paciente la aceptación, con tranquilidad, con la mayor naturalidad posible, de todo lo que en ese despacho se decía. En aquel espacio no había nada innombrable, y ningún sentimiento debía ser ocultado. Y, por supuesto, no debía haber pudor alguno. Se trataba de mostrar el alma en su completa desnudez. Y allí tampoco había inocentes o culpables, porque no era ese el objetivo de la terapia.

— Puede ser, doctor Márquez —prosiguió Jaime. Pero yo creo que la mayoría de los niños eran más felices que yo. Podían jugar al fútbol, hablaban sólo de jugar y se dedicaban apasionadamente a ello. Y yo no hacía nada de eso. Yo ya no era más que un cerdo que sólo me fijaba en los niños más pequeños que yo, les espiaba cuando iban a hacer pis, cuando se cambiaban en el gimnasio… Yo no era un niño, doctor Márquez… Yo ya era un monstruo…

Jaime dejó de hablar y se llevó una mano a los ojos antes de iniciar un llanto desbordado pero que trataba de contener.

El doctor Márquez iba tomando notas de todo lo que Jaime iba diciendo, y guardó silencio tras su confesión. Esperó a que éste se tranquilizara algo, y después, pausadamente, le dijo:

— Jaime, trate de verse desde fuera, porque desde dentro distorsiona la objetividad. Usted no era ni un cerdo ni un monstruo. Usted no era más que un niño. Un niño, por supuesto, que necesitaba ayuda… pero sólo era un niño.

Pero Jaime no podía, por más que lo intentara, ser objetivo consigo mismo… No era capaz de verse desde fuera. No podía analizarse como un objeto, como un algo sin alma, sin sentimiento… como algo que ni siente ni padece. Ni sabía, ni podía, mirarse desde fuera, porque el conflicto estaba situado en el centro mismo de su ser. Por eso, en tono casi de queja, como un reproche, le dijo al doctor Márquez, con la voz entrecortada y los ojos húmedos de rabia contenida:

— Y ya que lo ha mencionado, también le diré que yo, siendo niño, como usted dice que yo era, pensé en el suicidio… mientras mis compañeros jugaban con el balón… Y la mayoría de los niños, doctor Márquez, no piensan en eso… sólo piensan en jugar…

Entonces fue cuando Jaime volvió a recordar cómo, treinta años atrás, al llegar de nuevo al gimnasio, vio cómo el padre Antonio acariciaba a un niño como de nueve o diez años, que parecía estar bien amaestrado, pues se dejaba hacer sin rechistar… Había dado mil vueltas buscando el dichoso calcetín, y la tercera o cuarta vez que, ya abatido, desconsolado, entró lloroso en el gimnasio, le pareció oír un leve susurro, tan leve que no estaba seguro de haberlo oído en realidad. Se quedó quieto y en absoluto silencio. Afinó el oído y, al principio, no oyó nada, y empezó a pensar que efectivamente no había nadie. Pero de nuevo oyó como un tenue siseo que no llegaba ni a murmullo, parecido al ruido que hacían algunas mujeres en la iglesia al rezar. Y fue entonces cuando, despacio, esmerando el sigilo, se acercó de puntillas, sin hacer ruido, a la pared del fondo, donde estaban las espalderas y se amontonaban las colchonetas y los aparatos de gimnasia. Allí los vio… Estaban en penumbra, en un rincón poco iluminado del recinto, y no se les distinguía bien. El niño tenía el pantalón bajado y una poderosa y oscura mano se intuía subir y bajar, deleitándose entre sus muslos, acariciando sus pequeñas nalgas… Lo que sí se distinguía nítidamente era el jadeo del padre Antonio, que, ignorante del inesperado testigo, parecía abandonado a una fuerza satánica. Y también se distinguía la paciente docilidad del niño, que parecía esperar instrucciones. Jaime se quedó paralizado y así permaneció mucho tiempo. Esperó sigilosamente a que el padre Antonio y el niño abandonaran el recinto, camino de la capilla, y rápidamente se vistió en medio de una tremenda conmoción. Por fin, Jaime también abandonó, jadeante y culpable, el gimnasio y, ya en la calle, se dirigió rápidamente a su casa. Estaba alterado y confuso.

No lograba entender bien qué había pasado, pero la vida de Jaime cambió ese día, pues a partir de él se vio como poseído por una poderosa e inesperada fuerza que sintió brotar de lo más hondo de sí mismo. Parecía como si la misma fuerza satánica a la que había visto abandonarse al padre Antonio se hubiera apoderado también de él. Un foco de perversión, de lujuria desbordada y desconocida, había iluminado, de repente, el horizonte vital de Jaime: fue esa misma noche, ya solo en su cama, y sin rechistar, cuando se dejó hacer a sí mismo del mismo modo que había visto a aquel niño dejar hacer al padre Antonio, evocando la misma escena de la que había sido testigo. Y terminó masturbado frenéticamente por un inesperado, y otro, yo que había surgido de no sabía bien dónde. Se trató de una reacción sorprendente al violento estímulo sexual que produjo en él la fugaz visión del gimnasio. Aquella experiencia clandestina, abrió en el alma de Jaime un nuevo camino de acceso a un yo desconocido que surgía de lo más íntimo de su ser… Y, en el lugar más inaccesible y frondoso dentro de sí mismo, inauguró un angustioso mundo de ficción, donde construyó un yo que desde entonces lo habitó, que quedaba absolutamente oculto a los demás, un mundo donde desde aquel día ese nuevo yo viviría un sexo solitario, hermético, frustrante, pero absolutamente frenético y sin límite alguno. En ese mundo, impenetrable para los demás, ese nuevo yo daría rienda suelta a todo lo prohibido que desde entonces, y mágicamente, empezó a brotar de todos lados. Los estímulos, a medida que fue avanzando el tiempo, empezaron a aparecer en los lugares y situaciones más inimaginables e inesperados, en las miradas y gestos de la gente, en los anuncios de los periódicos, en los murmullos tras las puertas, en la oscuridad de los cines, en los bosques frondosos junto a las vías del tren, en las calles solitarias y en los callejones, en las risas y en las miradas de sus amigos y amigas… De repente, una fuerza incontrolable le asaltaba en cualquier sitio y le sometía a sus obsesivos y lascivos designios sin que él pudiera frenarla en modo alguno. Jaime, sin que su voluntad hubiera actuado en absoluto a favor de ese gesto, había saltado un muro que lindaba con un mundo situado más allá de la cordura, y así había accedido al otro lado, al de la locura, la angustia, el delirio y la culpa… Y aquel rincón medio oscuro, apartado y lascivo, del gimnasio estaría presente, desde entonces, en todos los sitios adonde Jaime fuera. Ese rincón del gimnasio había hecho nido en su alma y no le abandonó ya nunca. Jaime ya no volvió a encontrar el camino de regreso a la apacible niñez, y pasado el tiempo de la adolescencia, de la juventud, ya en la madurez, había perdido definitivamente el camino de vuelta simplemente a la cordura, que de un modo tan desgarrador le había abandonado, para siempre, aquella tarde de aquel sábado lejano en el gimnasio de su colegio…
Un tumulto de emociones se apoderó de Jaime mientras iba relatando al doctor Márquez lo sucedido en su colegio aquel sábado de abril, lo sucedido aquel día que había quedado grabado a fuego en su memoria. Al final, y superando todos los prejuicios y pudores almacenados durante años en su conciencia sufriente, contó al médico todo lo que jamás había dicho a nadie, pues el dolor era tan grande que prefirió lanzarse al vacío contando de una vez todo sin esperar más. ¡A qué esperar otra cosa! ¡Qué importaba ya lo que pudiera pensar el doctor Márquez! Jaime terminó llorando casi en silencio, incapaz de articular palabra. Ocultaba su rostro con las manos. El tiempo fue pasando en medio de un silencio cada vez más y más elocuente. El médico, suavemente, decidió intervenir.

— Si lo desea, Jaime, paramos un momento. Beba un poco de agua, y se va tranquilizando…

El doctor Márquez, que había seguido tomando notas a medida que Jaime se iba sincerando, anotó en su cuaderno, junto a una descripción sucinta de todo lo que iba comentando el paciente, expresiones tales como “¿TOC?” —así, entre interrogantes—, “masturbación compulsiva”, “libido desviada”, y otras. Se levantó de su asiento y sirvió un poco de agua en el vaso ya vacío que había dispuesto para uso del paciente, y volvió a su sillón tras el diván. Lentamente Jaime se incorporó y se sentó en el diván sin apartar las manos de su rostro. Hubieron de transcurrir varios minutos más hasta que, muy serio, en medio de una evidente conmoción emocional, se decidió a beber un poco de agua sin levantar los ojos de la mesa. Al fin, el doctor Márquez intervino de nuevo:

— Jaime, no se sorprenda. La terapia en sus inicios siempre es dura y es inevitable tener que pasar por esto. Le voy a dejar un rato solo para que, si lo necesita, libremente descargue sus emociones… Es bueno que esto ocurra. Sólo le digo una cosa, déjelas surgir libremente, sin freno, sin pudor. Y después se sentirá mejor, ya lo verá. Son sus emociones y no debe reprimirlas. Es su yo más íntimo el que se expresa a través de ellas, y necesita expresarse. No se condene a habitar para siempre en una cárcel inaccesible hasta para usted mismo. No reprima sus emociones y, ya le digo, se encontrará mejor. Esto también forma parte de la terapia.

El doctor se levantó y posó un instante su mano sobre el hombro de Jaime en un gesto que éste agradeció.

— En unos minutos vuelvo…—se limitó a decir.

Jaime, asintió con un leve movimiento de cabeza.


***


Jaime se limitaba a mirar al suelo. Fue cuando sintió cerrarse la puerta tras el doctor cuando de nuevo brotó de su interior, sin contención alguna, ese mismo llanto inconsolable. Era un llanto de conmiseración consigo mismo y era el yo más puro de Jaime el que gritaba en su interior. Era el yo del niño que, como abandonado en el tiempo, en medio de una oscuridad que lo ocupaba todo, había quedado aterrado y solo en un lugar lejano dentro de su alma. Era el niño que el doctor Márquez, un rato antes, le había dicho que era —«Usted no era más que un niño», le había dicho el médico— y que había quedado atrapado, acallado, horrorizado en el interior de Jaime. Era el niño solitario y temeroso que, desde hacía treinta años, habitaba en medio de un laberinto de emociones el que por fin se estaba expresando en aquel llanto desbordado. Porque en su interior Jaime seguía siendo ese niño asustado que nunca había dejado de ser. Un niño dominado por pasiones desbordadas, por pulsiones descontroladas, por horrores desatados…

Poco a poco fue tranquilizándose. Poco a poco volvió a sentir dentro de sí a aquel niño que fue, a aquel niño que nunca había dejado de ser. Un nuevo caudal de sensaciones fue surgiendo de dentro de si. Sentía como si se hubiera reencontrado con aquel niño que quedó a la deriva treinta años atrás. Y también sintió, de nuevo, el abandono en que Dios le dejó, ese mismo Dios a quien había aprendido a rezar de niño. Dios le había abandonado a su suerte. Dios, el de la infinita misericordia, no acogió a aquel niño desamparado y solo, que quedó abandonado a su suerte... como un barco sin timón.

Poco a poco Jaime fue recuperando el control de sus emociones.

Al poco volvió el doctor Márquez, quien volvió a ocupar el sillón tras la cabecera del diván donde Jaime seguía sentado.

— Jaime, ¿se encuentra mejor?

— Sí doctor —contestó Jaime sin atreverse aún a mirar al médico.

— Es ya tarde —prosiguió el doctor Márquez. Son las ocho y media. Podemos seguir un rato más si lo desea, pero yo creo que por hoy ya está bien. Han sido muchas las emociones y es conveniente ir despacio. Deberíamos mirar un poco todo lo que ha sucedido. ¿Le parece?

Jaime, sin embargo, seguía aturdido, conmovido por las emociones que durante la sesión se habían ido suscitando en su alma.

— Dios no me ayudó... —susurró Jaime como sin darse cuenta.

— ¿A qué se refiere? ¿Qué es eso de que Dios no le ayudó? —preguntó, nuevamente con su voz monocorde, el doctor Márquez.

— Yo rezaba a Dios… Le rezaba llorando…

Y Jaime rompió a llorar de nuevo, mientras decía:

— Le pedía que me ayudara a vencer aquello… Pero no. Dios no me ayudó, y ha guardado silencio hasta hoy. Dios me abandonó. Como un padre cruel abandona a un hijo. Yo era como Isaac, carne de sacrificio. Y mi llanto no fue escuchado. No… No…Nunca ha oído mi llanto, mi súplica de piedad…
Y, casi gritando, dijo:

— ¡Dios ha sido cruel conmigo…!

Y volvió a surgir el mismo llanto inconsolable de un rato antes.

El doctor Márquez sabía muy bien que, debido a la convulsión emocional que estaba sufriendo Jaime, no era el mejor momento para dar por terminada la sesión. Era necesario continuar y tratar de reconducir las emociones en busca de un remanso donde aquietar la tempestad que en ese instante el paciente estaba sufriendo en su alma. Y prosiguió, pero esta vez en un tono más íntimo, abandonando algo su frío y distante papel de terapeuta, mostrándose más cercano, más cordial. En un tono amigable le preguntó:

— ¿Dios es importante en su vida, Jaime?

Jaime permanecía aún lloroso, pero enjugó sus lágrimas con una de las servilletas de papel que había sobre la mesa. Se sirvió, y bebió, un poco más de agua, y al cabo contestó:

— Ahora ya no lo es. Pero lo fue durante mucho tiempo. Sí, Dios fue muy importante en mi vida. Yo, de niño, seguía perfectamente la Misa en latín, sin entender lo que decía, claro. Pero cuando lo estudié en el bachillerato me gustaba, y disfrutaba leyendo en latín entendiendo lo que decía… En fin… Pero, sí… Dios ha sido muy importante en mi vida. Yo creo que sigo siendo creyente… aunque ahora es muy diferente…

Poco a poco Jaime fue tranquilizándose. Terminaron charlando del tiempo, del frío que hacía en Madrid. Estuvieron hablando alrededor de veinte minutos más, al final de los cuales el doctor Márquez le ofreció a Jaime el uso del servicio para que se aseara y borrara de su rostro las huellas que habían dejado las emociones, mientras él iba poniendo en orden las notas que había ido tomando durante la sesión.

Al poco, volvió Jaime del lavabo, con el botón superior de la camisa dentro de su ojal y la corbata en su sitio. Sin decir palabra, se puso la chaqueta, se enfundó el abrigo y cogió el paraguas. Al volverse para despedirse del doctor Márquez, éste se encontraba cerca de él.

— Hoy hemos avanzado mucho, Jaime. Ya verá cómo, poco a poco, todo va a ir yendo mejor.

— En usted confío, doctor.

Y se dieron la mano.

— Nos vemos el próximo miércoles a la misma hora…

— Sí. Ya le dije que el miércoles es el mejor día para mí —dijo Jaime.

— Le acompaño… —dijo el médico mientras cedía el paso a Jaime junto a la puerta del despacho.


***


Una semana antes, el primer día de consulta, el doctor Márquez había ido anotando los datos biográficos relevantes que, a su indicación, Jaime le iba contando. Jaime era hijo único. Su padre era funcionario del Ministerio de Hacienda, y su madre trabajaba en la administración de una importante empresa comercial. Nunca había tenido novia. La única experiencia con mujeres, breve y esporádica —tan solo duró una semana—, la tuvo, cuando contaba diecinueve años, con una chica de su misma edad, vecina del mismo bloque de viviendas donde él vivía con sus padres. No habían ido más allá de darse la mano y algún beso en la mejilla.

— ¿Por qué lo dejaron tan pronto? —preguntó entonces el doctor Márquez.

— Tenía miedo a mi reacción con las mujeres. —contestó Jaime. No estaba seguro de que en realidad me atrajeran. Yo quería estar con ella. Y ella me gustaba. Era muy guapa y era una buena chica. Pero yo tenía miedo a mis reacciones.

— ¿A qué tenía miedo, Jaime?

— A no estar realmente enamorado… A no comportarme como ella podría esperar… A decepcionarla…

— ¿Se sentía atraído por ella? —preguntó el médico.

— No lo sé… La verdad es que creo que no. Bueno… La verdad es que no estoy seguro…

— ¿La abrazó en algún momento? ¿Sintió usted alguna excitación sexual ante la cercanía de ella, al abrazarla?

— Sí… sí. Pero me sentía muy incómodo. Pensaba que ella se podría ofender.

— ¿Por qué pensaba que ella se podría ofender?

— Pues… por notar que yo la deseaba… por notar mi excitación…

— Ha dicho que no estaba seguro que en realidad le atrajeran las mujeres…

— Y es verdad. No estaba seguro.

— ¿Y ahora lo está?

— No. Sigo sin estar seguro.

— ¿Le atraen los hombres?

— No… Los hombres no me atraen...

— ¿…?

— Me atraen los niños.

La conversación se interrumpió un instante. El doctor Márquez prosiguió.

— ¿Ha tenido relaciones con niños?

— No. Nunca. Pero me atraen los niños.

— ¿Ve pornografía infantil?

— No. Nunca la he visto. Porque me da miedo verla. Me repugna y no deseo verla.

— Sin embargo dice que le atraen los niños…

— Sí…

— ¿Tiene usted vida sexual?

— Sí.

— ¿Es exhibicionista?

— No, no. Sólo me masturbo. Constantemente. Cuando era joven, varias veces al día. Ahora, menos. 
Una o dos veces…

— ¿Todos los días?

— Todos los días…

— ¿Y en qué es en lo que encuentra estímulo para masturbarse, Jaime?

— En la pasividad absoluta del niño que imagino ser, en su docilidad… Un niño del que abusa un adulto. Del que abusa un hombre.

— ¿Nunca imagina estar con una mujer?

— No.

— Y, cuando se masturba, ¿con quién se identifica más, Jaime? ¿Con el adulto o con el niño?

— Siempre con el niño. Creo que siempre con el niño…

El doctor Márquez había ido tomando notas en un cuaderno nuevo dedicado al paciente, y estaba sentado tras la cabecera del diván donde Jaime Pérez Enciso se encontraba tumbado. Al fin, el médico le preguntó:

— ¿Tiene amigos, Jaime? ¿Tiene amigas?

— No… Realmente no.

Jaime empezó a moverse incómodo en el diván.

— Dígame, Jaime ¿por qué ha venido?

— Porque no aguanto más… porque no puedo vivir así…

— ¿Es la conciencia? —preguntó el médico.

— No… bueno, no lo sé. Será eso…

Y tras un instante en silencio, Jaime añadió, como con un hilo de voz:

— Es el sufrimiento…



Madrid, enero de 2015

Carta de amor


CARTA DE AMOR

A María José




UNO



1



5:57, brillaba en rojo la hora en medio de la oscuridad. Como siempre, apagó el despertador antes de que sonara a las 6:00. Solía dormir poco, no más de cinco horas cada noche, y con eso le bastaba. Llevaba despierto cerca de una hora dando vueltas al riesgo de Vicente Martos, que le traía de cabeza. Se incorporó lentamente para no despertar a Julia, pues su pausado respirar delataba que estaba profundamente dormida, y sentado en el lateral de la cama cogió a ciegas un calzoncillo y un par de calcetines del segundo cajón de la mesilla. Se calzó las zapatillas sin hacer ruido, y, despacio, cargó los pulmones de aire y lentamente se incorporó. Con sigilo cerró tras de sí la puerta del dormitorio y, sin hacer ruido, se dirigió al cuarto de baño, donde la noche anterior había colgado, detrás de la puerta, una percha con su traje gris a rayas, una camisa azul pálido y una corbata también azul con pequeñas rayitas rojas. Al cerrar la puerta del baño, como también siempre hacía, encendió el pequeño transistor que solía dejar sobre la repisa de cristal del lavabo y lo primero que escuchó fueron las señales horarias. «Son las seis de la mañana, las cinco en Canarias. Noticias», dijo la voz del locutor. Todos los días, después de oír las noticias de cabecera, lo primero que le interesaba era el pronóstico del tiempo, para saber si iba o no a llover. Como estaba a punto de entrar la primavera hacía ya varias semanas que Daniel había colgado el abrigo en el armario y sólo deseaba saber si debía coger el paraguas. Después de una ducha muy caliente, que era lo que realmente le despejaba para comenzar el día, y tras vestirse, se dirigió a la cocina para desayunar. Entonces recordó que antes de las ocho y media debía llamar a su hermana Carmen, que había pasado esa noche en el Ramón y Cajal acompañando a su madre, viuda desde hacía años, y ciega por culpa de una retinopatía asociada a la diabetes que padecía, que había tenido un desvanecimiento la tarde anterior. El tiempo que tardó en hacerse el café lo aprovechó, como siempre, para, sentado ante la mesa de la cocina, comerse una pieza de fruta y tomar un yogur, mientras tostaba un poco de pan que, tras servirse un café con leche bien caliente, se tomaba con un hilo verde de aceite de oliva, un poco de miel y un poquito de pimienta negra recién molida que dejaba caer sobre el pan crujiente.

Al terminar, sigiloso, volvió al dormitorio y dio un beso en la frente a Julia que subrayó con un «hasta luego» levemente susurrado. Esta vez ella le contestó con un perezoso «adiós». Silencioso, para no despertar a María, recorrió de puntillas el pasillo y cerró la puerta de la casa con extremo cuidado.

— Buenos días, Álvaro.

Por la mañana solía coincidir con su vecino en el descansillo de la escalera, que ya esperaba el ascensor.

— Buenos días, Daniel. Vamos a la batalla…

Álvaro, con una alegría natural que solía contagiar optimismo, solía referirse al trabajo como “la batalla”. Trabajaba en una sucursal de Cajamadrid en el mismo Alcalá de Henares, cerca de su domicilio, y solía ir y volver andando todos los días. La amistad entre Daniel y Álvaro nació once años antes, cuando sus hijas, que se llevaban sólo cuatro meses, jugaban juntas en el jardín de la urbanización donde vivían. Las niñas también iban al mismo colegio, donde compartían aula. Ellos, junto a sus mujeres, Julia y Silvia, se veían casi todos los días, y de la primavera al otoño, sobre todo en los últimos años, los fines de semana era frecuente que, todos juntos, hicieran alguna escapada fuera de Alcalá.

— Vamos… a la lucha…

le contestó Daniel. A las 6:42 éste salió del garaje del edificio en su Ford Mondeo en dirección a la estación de Renfe.


2


En cuanto cerró el coche oyó cercano el rugido del motor del tren y tras echar un ojo a su reloj de pulsera, que marcaba las 7:01, apretó el paso pues en poco más de dos minutos aquél iniciaría su marcha en dirección a Madrid. Pasó el billete por el torniquete de acceso y subió de dos en dos el último tramo de escalones para llegar al andén. Tras una breve carrera, alcanzó uno de los vagones más alejados, con intención de encontrar asiento con facilidad. Mientras las puertas se cerraban se dejó caer en el primero que vio libre en el sentido de la marcha, junto a una chica joven que debía tener examen en el instituto, pues sobre sus piernas sostenía una carpeta con apuntes de clase que estaba repasando. Había otro asiento libre, pero entre el hombre que dormitaba apoyando la cabeza contra el cristal de la ventana y la estudiante adolescente prefirió sentarse junto a ésta. A las nueve de la mañana Daniel tenía reunión con Jorge Paz, jefe de ventas de la empresa, para preparar el viaje del lunes a Valencia. El asunto más importante a tratar, que centraría el interés de la reunión, era la devolución de los recibos de Industrias Vicente Martos, de Denia. “Ya llueve sobre mojado”, le había advertido Jorge el día anterior. Debían preparar un acuerdo de reconocimiento de deuda y programa de pagos, para recuperar el importe incobrado. “Dile que ha rebasado el riesgo, y que, a partir de ahora, o nos paga por adelantado o se le corta el suministro”. A Daniel le incomodaba la situación, pues Vicente Martos era uno de los mejores clientes de su cartera y, tras varios años de relaciones comerciales, ambos habían llegado a entablar una cierta amistad. Tan estrecha había llegado a ser ésta como para que los dos matrimonios, el de Vicente Martos con Ana Ortega y el de Daniel Vallespín con Julia Amaro, cenaran juntos la alegre noche que, un año atrás, aquellos pasaron por Madrid para coger un vuelo a Los Ángeles, adonde iban una semana de vacaciones. Fue Daniel quien al día siguiente les acercó a Barajas, y al despedirse se fundieron en un abrazo cómplice. “Disfrutad”, le dijo Daniel a Vicente. Éste le contestó: “El próximo verano venid Julia, María y tú a Denia una semana, os encantará”, y remató, “y cogeremos el barco hasta Ibiza, ya verás, mejor que un crucero por el Mediterráneo.”

El idilio de hace un año, sin embargo, se venía desvaneciendo desde hacía algunos meses. “Vicente, tenemos que hablar de las devoluciones”, le había anunciado Daniel por teléfono el día anterior. “Tenemos que ver cómo resolvemos esta situación, porque el director financiero ha sido tajante con Jorge Paz y le ha exigido que firmemos un acuerdo de compromiso de pagos”. Por culpa de este asunto, que le violentaba, Daniel estaba alterado. Entonces, para llenar la cabeza con otra cosa, sacó de la cartera el cuaderno donde estaba escribiendo la carta a Julia, y, abriéndolo al azar, leyó para sí:

9 de abril de 2002

Tú, Julia, tan solo con tu presencia me has dado tanta emoción, y con tu mirada me has halagado tanto, que has hecho que mi vida sea merecedora de aspirar al infinito.

Para Daniel lo más importante de su vida era esa carta que desde hacía algún tiempo venía escribiendo a Julia sin ella sospecharlo. La llevaba siempre consigo. En ella le decía todo aquello que era incapaz de decirle de viva voz. Pero, en cuanto cerró el cuaderno, enseguida la cabeza volvió a la reunión que tendría a las nueve en la oficina. En ese instante, por la megafonía del tren, repleto ya de viajeros, estaban anunciando que se aproximaban a la estación de Atocha, y comprobó que la adolescente que estaba repasando a su lado las notas de clase había empezado a guardar los papeles en su carpeta. Entonces Daniel se acordó de su promesa a María de acompañarla en el tren a Madrid el lunes por la mañana, “y te invitaré a desayunar en cuanto lleguemos a Atocha”, le había dicho a ella, tan sólo hacía un par de días. Como por sus viajes de trabajo y por los horarios dispares de ambos no solían coincidir en el tren, el anuncio hecho a su hija de que compartirían ese rato en la mañana del lunes —“yo puedo llegar un poco más tarde a la oficina”, le dijo— les había ilusionado a ambos. Ahora, sin embargo, tendrían que posponer ese desayuno para otro momento, cuando pudiera ser, por culpa del dichoso viaje a Valencia. Contrariado, abrió la cartera y guardó el cuaderno con la carta a Julia.

Distraídamente, se puso a mirar a sus compañeros de viaje. En los viajeros del tren estaba representada una amplia variedad de nacionalidades, sudamericanos, de pelo negro, bajitos y con rasgos indios; magrebíes, flacos y de tez morena; polacos, fornidos y rubios; rumanos, también musculosos, pero morenos... España, pensó Daniel, ya forma parte del primer mundo, y se ha convertido en un país receptor de emigrantes de los países pobres. En los últimos años, y gracias a sus frecuentes viajes por Cataluña, Andalucía y Valencia, había conocido a marroquíes, argelinos, libaneses, iraquíes, ecuatorianos, colombianos, peruanos, bolivianos, rumanos, polacos… Trabajaban en España de camareros, taxistas, peluqueros, asistentas, cuidaban a personas mayores…, y eran tantos que su presencia se hacía notar. Eran las 7:39 horas en el reloj de pulsera de Daniel. Mientras le dio por pensar en todo eso, se fijó en el rostro de una mujer joven y guapa que, apoyada en la puerta más cercana a su asiento, le estaba mirando. Al instante, y por el natural pudor, ella apartó la mirada, y él, por lo mismo, también la apartó. Pero inmediatamente decidió volver a mirarla, pues le atraía ese rostro bello, de ojos oscuros, que se perdería en unos minutos en el natural tumulto de la estación. Y sus miradas volvieron a cruzarse. Esta vez, sin embargo, no les dio tiempo de volver a apartarlas, o de sonreír, o de gritar… Un estruendo ensordecedor, que para muchos de ellos no fue más que olvido, un destello, un terremoto, un volcán, les devoró en un instante. Daniel no sabía que una mochila, cargada con varios kilos de explosivos, había sido puesta por alguien en el vagón del tren donde él viajaba, y había decidido, al azar, cuál iba a ser el destino de su vida, y el de sus compañeros de viaje. Pues la muerte, como había hecho desde siempre a tantos otros hombres y mujeres en muchos otros lugares tristes del mundo, les había sorprendido viviendo.


3


Daniel había alcanzado ya el grado de madurez que la vida da a quienes se abren a ella, a sus experiencias, y agarran sus riendas con firmeza. Julia y él, que llevaban más de quince años juntos, eran padres de María, una adolescente a punto de cumplir trece años, que les adoraba. De todos modos Daniel dejó de ser niño muy pronto. 

Un verano, muchos años antes, su padre murió repentinamente. Era una tarde luminosa de un domingo de primavera, y sucedió estando todos, sus padres, sus abuelos y su hermana, que tenía cuatro años, en casa. Entonces Daniel tenía ocho años y cuando todo pasó él estaba jugando. Era la hora de la siesta. Ese mismo día, padre e hijo habían madrugado y juntos habían ido a la churrería para llevar el desayuno a casa. Y su padre, como también sucedía todos los domingos, le había comprado un tebeo en el kiosco de prensa. Los domingos Daniel era feliz camino de casa junto a su padre con su tebeo en una mano y un churro en la otra. Del angustioso instante de la muerte de su padre siempre recordaría, con una espantosa nitidez, el revuelo en la casa, la voz angustiada de su madre y, sobre todo, los gritos ahogados de su mismo padre diciendo que se llevaran al niño de allí. La infancia de Daniel, su inocente felicidad, acabó aquel día en que la muerte, bruscamente, asomó por primera vez su rostro atroz. Daniel siempre echó en falta todo lo que su padre no pudo llegar a decirle y toda la felicidad que a él aquella muerte le arrebató. El domingo, a partir de aquél, se convirtió en el peor día de la semana. Y desde entonces el Dios bondadoso tampoco pudo encontrar en el corazón de Daniel el cálido hueco que hasta ese día el niño, confiadamente, le había reservado. Meses atrás, Daniel había escrito, en el cuaderno donde estaba escribiendo la carta a Julia, las siguientes líneas:

15/12/2002

Madurez y tristeza. La infancia acaba cuando de repente, un día, la conciencia de la muerte asalta triunfante ese fortín de felicidad que siempre es un niño. En un instante, inesperadamente, el niño se da cuenta de que la vida no es una broma y va en serio, y que su madre y su padre, y él mismo y sus hermanos también, todos están condenados a morir desde el día en que nacieron. Hay niños que rompen en llanto cuando se dan cuenta de que la muerte está ya ahí, al acecho, como si estuviera esperándonos. Esa repentina conciencia del final de nuestra vida, de su finitud, es un primer borrón en el alma que produce en el niño una honda tristeza, hasta entonces desconocida. Y puede que sea uno de los primeros hitos de nuestra maduración como personas.


4


En un momento de su vida, cuando María aún no tenía once años, estando en Barcelona de viaje de trabajo, Daniel decidió escribir una carta a Julia. Se trataría de una extensa carta, una carta sin fin, donde expresaría todo aquello que no era capaz de decir mirándola a los ojos. Al fin y al cabo, eran cosas muy simples las que tocaba decir. Pero eran las más importantes, pues se trataba de esas cosas que nunca se dicen por pudor y que se reservan para ser dichas a la hora de la verdad. La de la verdad es la última de las horas, cuando se atisba el fin porque la amenaza de la muerte ya asoma por el horizonte. Lo primero que le impulsó a escribir la carta, era agradecerle todo lo que ella había significado en su vida y todo lo que seguía significando, puede que sin que ella misma lo imaginara. Para ello, lo pensó bien, aprovecharía para escribir esos viajes en solitario, esas horas libres en la habitación del hotel, que le llevaban tanto tiempo, y esas horas perdidas de tren, y de avión, que tanta gente dedica a trabajar con el ordenador o a rellenar crucigramas, y que él solía dedicar a la lectura. Desde entonces esas horas estarían dedicadas a ella, y le contaría todo lo que nunca le había dicho. Decidido a ello, y sin dudarlo un momento, lo primero que hizo al salir del hotel fue ir a comprar, en una pequeña papelería de las Ramblas, un sencillo cuaderno. Al volver al hotel lo abrió. “Julia”, escribió al principio de la primera página, como si se tratara de un título. Y empezó a escribir:

Nunca te he escrito. Y ¡cuántas cosas me gustaría decirte! Soy torpe con las palabras. Algo dentro de mí me frena cuando te tengo delante. Es como si se me secaran las palabras. Cuando te tengo delante decir “te quiero…” además de parecerme una simpleza me suena a falso, porque mi voz suena como la de un mal actor de reparto. Debe ser que no he aprendido a representar bien ante ti el papel de amante que me corresponde. Y debe ser por eso por lo que no sé decírtelo como debería ser dicho. Pero querría saber hacerlo, saber susurrártelo al oído y que mi voz fuera una buena caja de resonancia de las palabras mejores, las palabras que nunca nadie haya dicho. Porque, Julia, no sé si la vida nos dará la oportunidad que le dio a Juvenal Urbino, ya sabes, aquel personaje de García Márquez en “El amor en los tiempos del cólera”, que durante un instante, en su propia agonía, pudo detener a la muerte dándose tiempo para que su mujer llegara, y así poder decirle lo que nunca le había dicho: “Sólo Dios sabe cuánto te he querido”. Nunca, en toda su vida, se lo había dicho, tal vez porque ciertas verdades son demasiado grandes para que la vida las acoja con naturalidad. Ahora, que son las once de la noche en esta triste habitación de este hotel vulgar en Barcelona, pienso en ti y deseo decirte que te quiero, lo deseo más que nunca lo he deseado. Sin ti me ahogo y mi vida se dispersa. Nada me importa lo que he venido a hacer a esta ciudad. Nada me importan los clientes, nada me importan los riesgos, y desprecio el tiempo que tengo que dedicar a estos asuntos. Mañana me tocará lidiar con el imbécil de Cavestany. Ojalá le parta un rayo y se anule la reunión. Quiero que sepas que si estoy aquí pendiente de esa reunión es por ti, es decir, por nosotros, porque tú eres lo más importante de mi vida. Y María también. Quiero que sepas que me duele profundamente haberme perdido, por culpa de estos malditos viajes, toda la infancia de María y haberte dejado casi sola en la tarea de su educación. Perdona que no haya sabido hacerlo mejor. La volveré a llevar más novelas juveniles, que sé que la encantan. Ya se está haciendo mayor y creo que no me estoy dando cuenta.
En fin, mañana ningún rayo me va a librar de la reunión con Cavestany: anuncian tiempo soleado y estable en toda Cataluña.
Te quiero y te deseo con toda mi alma.

En la tapa del cuaderno puso la fecha del día inaugural, 17/9/2001. Era una carta que no iba a tener fin. Daniel no podía saber en aquel momento que esa carta iba a durar solamente dos años, cinco meses y veintitrés días. Junto a otros muchos objetos personales, el cuaderno quedó olvidado dentro de la cartera de trabajo de Daniel Vallespín, entre los asientos arrancados de sus anclajes, entre un montón de hierros retorcidos y entre toda la sangre derramada de los viajeros del tren C-7 que, con dirección a Madrid, había salido de la estación de Alcalá de Henares a las 7:04 horas del día 11 de marzo de 2004. Alguien, sin embargo, al revisar los objetos que habían quedado desperdigados dentro del vagón siniestrado en busca de pruebas periciales para averiguar la autoría del atentado, abrió la cartera y sostuvo el cuaderno en su mano. Pero tras una ojeada rápida a su contenido, decidió apartarlo y lanzarlo, dentro de la cartera, al montón de objetos que consideró irrelevantes para la investigación. El cuaderno que contenía la carta pasó a convertirse en un objeto irrelevante. E irrelevante, efectivamente, era ese cuaderno para cualquiera que no fuera Daniel o Julia.


5


Daniel perdió el conocimiento en el instante mismo de la explosión aunque una especie de consciencia confusa le iluminó leve e intermitentemente a lo largo de la hora siguiente, hasta que al fin le sedaron al llegar al hospital. Fue de los primeros heridos trasladados al hospital Gregorio Marañón, donde, al igual que sucedió en otros hospitales de Madrid, se tramitaron aceleradamente las altas de todos aquellos pacientes cuya hospitalización no era imprescindible para así poder dar cabida a todas las víctimas que, casi en avalancha, muchos de ellos moribundos, iban llegando en ambulancias, pero también en coches particulares, en taxis, hasta en autobuses de la empresa municipal de Madrid. A Daniel la explosión le había reventado el globo ocular izquierdo, y en el derecho se le había incrustado un objeto metálico que también afectaba a la mejilla y a la encía superior de ese lado. Ese mismo objeto le había herido también en el pecho. Cuando llegó a urgencias sangraba por los oídos. Las pruebas que le realizaron determinaron que no padecía derrame cerebral, aunque tras una explosión este tipo de secuelas no siempre eran fáciles de determinar, y tocaba esperar. Por la onda expansiva sentía un intenso dolor en el pecho y el abdomen que le impedía respirar con normalidad. Realmente, por culpa de la onda expansiva tenía seriamente afectados el hígado y el bazo. Cuando llegó al hospital estaba completamente aturdido, en un absoluto delirio. En su cabeza se amontonaban extrañas imágenes en una cruel mezcolanza de pesadilla y una especie de espesa consciencia que no arrancaba a resolver el modo de salir del turbio y confuso laberinto donde sentía haber caído. Todo, dentro y fuera de Daniel, era confusión y angustia… Y sobre todo, delirio…

Un fuerte olor metálico, penetrante… tóxico. ¡Me ahogo! Me cuesta respirar… Me duele el pecho. Un calor que quema… ¡Una explosión! Hay gritos, y se oye llorar… Alguien suplica ayuda… Tengo que acudir… No puedo… Estoy caído, estoy aplastado por alguien… No me puedo mover… Un zumbido se apodera de mis oídos y algo me arrastra… y caigo por una sima profunda, tortuosa… Un inmenso remolino me traga, me devora… La cabeza se me va… ¡Y otro destello luminoso, cegador! ¡Y otro estruendo ensordecedor! Un gato negro… ¿Un gato negro? No puedo respirar… ese humo tóxico es lo único que entra en mis pulmones…

Me duele el pecho… No hay aire… no me entra aire

¿Me he desmayado…?

No… no estoy dormido. Ahora estoy despierto… ¿estoy despierto…? No veo nada. Sí, debo estar despierto. ¡Me duele el pecho! Y me pica… quiero toser… ¡Quiero toser! Me duele, me duele… ¡me duele! ¡Cómo me duele! No puedo toser… No me puedo mover… No veo nada… No veo nada…

¡No veo nada!

¡No veo!

Los gatos negros, acechantes, me están mirando. Se acercan amenazantes, me rodean, pasan entre mis piernas, empiezan a trepar revoltosos, insolentes, por mi cuerpo… llegan a mis hombros… me miran… ¡No es verdad! Pero no es una pesadilla, es real… me estoy ahogando… Un humo metálico, tóxico…

¡No veo!

Ha pasado un rato... ¿Cuánto tiempo ha pasado? No lo sé. Ha debido ser un accidente, o una explosión. Creo que ha sido una explosión… Ya me acuerdo… No… no sé si me acuerdo… ¿Qué ha pasado? ¡Qué ha pasado…! Ahora sólo es silencio…

No hay más que silencio, y no veo, y me ahogo… Estoy aplastado por alguien…

Hay voces, hay gritos… me están gritando…

— ¿Me oyes…? ¿Me oyes…? ¡Dios…! ¡Cómo te llamas! ¡Dime tu nombre…!

Me cuesta retener la atención…

¿Me he desmayado? Hay voces, pero se alejan… Aún creo oírlas, en la lejanía, amortiguadas, como entre almohadones…

— ¡Daniel! ¡Daniel, ¿me oyes?! ¿Te llamas Daniel, verdad? ¿Dónde te duele, Daniel? ¿Me oyes, Daniel? Te vamos a llevar a un hospital… Tranquilo, Daniel... Todo irá bien…
Las voces se han ido… Las he perdido… Ya no oigo voces…

¡El ahogo! ¡Vuelve el ahogo…! ¡Me ahogo! Vuelve… aquí está… ¡Me ahogo! ¡Me estoy ahogando! No… no… ¡Dios…! Otra vez. No me oigo llorar… Sólo un zumbido… ¡No me oigo! Pero mi cara está mojada. Sí… debo estar llorando… ¿O es sangre?

¡Julia! Julia, por favor, Julia… Julia… ¿Dónde estás, Julia? ¡Julia! ¡No recuerdo tu cara! ¡No recuerdo tu cara, Julia! ¡No la recuerdo! ¡Necesito verte! ¡Necesito que me abraces! ¡Julia, abrázame! ¡Dónde estás, Julia! ¡Julia! ¡Julia! ¡Julia!... ¡Julia, dónde estás…! ¡No recuerdo tu cara, Julia! No te recuerdo…

¡No es tu mano, Julia! ¡Esta no es tu mano! ¡Dónde estás, Julia! ¡Pero no te vayas, por favor! ¡No te vayas! ¡No me dejes!

¡No te vayas…!

No te vayas…

No te recuerdo… Julia… Tu rostro se desvanece… Tu voz… ¡Tu voz, Julia!

Los gatos negros me miran, y vuelve el remolino que me traga… Y me estoy ahogando… Y el destello cegador… Y el estruendo… Y el vértigo del remolino…

¡No! No es real… una pesadilla. ¡Los malditos gatos me miran! ¡Que se vayan! ¡Que se vayan los gatos! ¡Que se vayan los gatos…!

Me he dormido… me he desmayado…

Sí… Sí… Ahora estoy consciente, estoy consciente… ¡Esto no es un sueño…! Que estoy ciego no es un sueño… ¡Estoy ciego! No, ¡no…! ¡No…! Tranquilo… tranquilo… Voy a respirar despacio, no me voy a angustiar… Hay un humo tóxico… Me ahogo… ¡Me ahogo! Despacio… despacio… respirar despacio… así… así… No, ¡no! ¡Despacio! ¡Despacio! Sí… sí… así… así… despacio… así… Me ahogo… Estoy mojado… ¡me he meado encima! Tengo mojado el muslo izquierdo, me escuecen las ingles, me arde el escroto… ¡No oigo nada…! ¡No veo nada…! ¡No veo! Quiero gritar… No puedo… Sólo hay un zumbido… ¡Debo estar gritando, y no me oigo…! ¡Sólo el zumbido! Parece que tuviera como agua los oídos... ¡No me oigo!

¡No te veo, Julia! ¡No te oigo, Julia! ¡Y no me oigo y no veo…! ¿Estoy ciego? No veo…

¡Estoy ciego…! ¡Estoy ciego…, Julia! ¡Julia… estoy ciego!

¡Estoy ciego, Julia!

¡Julia! ¡Julia! ¡Dónde estás… Julia!

Despacio… despacio… respira despacio… Tranquilo… Despacio… Así…, así…, despacio… ¡despacio…! Así…, así… No estoy muerto. No… No estoy muerto, Julia. ¡No estoy muerto, Julia! ¡No estoy muerto! ¿Dónde estás, Julia? ¡No me acuerdo de tu cara, Julia!, ¡no me acuerdo de tu sonrisa!, ¡no me acuerdo de tu piel! ¿Dónde estás, Julia? ¡Dónde estás! 

¡Julia…! ¡Julia…!

¡Julia…!

Julia… Julia… Julia…

Julia…

Julia… Mi cielo… Julia…

Mi cielo… Eres lo que más quiero en el mundo, Julia…

¡Dónde estás… cielo… dónde…!

¡Dónde estás…!

El estruendo… ¡El estruendo…! ¡Vuelve el estruendo!

¡La luz me ciega…!

¡El remolino…! ¡Ya está aquí…! ¡Me traga! ¡Me traga…!

No, no, no… ¡no, Julia…, no!

Me están moviendo… entre varios… Me están limpiando… Me están lavando…

¡No veo! ¡Estoy ciego…! Estoy gritando y no me oigo… Sólo el zumbido… ¡No oigo nada…! ¿Nadie me oye?

Me acarician la frente… me pasan la mano por la mejilla…

¿Quién eres? ¿Eres tú, Julia?

¿Quién eres?

Me acaricia la frente…

Ya no noto el escozor… Ya no me arde el escroto… No, no estoy mojado. Me están sondando… Noto la goma que está sobre mi pierna…

Pero ¡qué ha pasado! ¡Qué me pasa…!

Todo es confuso… Recuerdo algo… Pero ¿Qué es lo que ha pasado?

Estoy desnudo… Me están pinchando en el cuello...

¿Qué es esto? Debe ser una mascarilla… Me han puesto una mascarilla. Su mano me toca la frente… me toca la frente…

Me vuelven a agarrar fuerte…

Me toca la frente…

¿Dónde está María…?

María…

María…

María…


6


Había pasado casi una hora desde la terrible explosión que había segado instantáneamente la vida de treinta y siete pasajeros del vagón donde él viajaba, muchos de cuyos cuerpos habían protegido el de Daniel de casi toda la metralla que había acabado instantáneamente con la vida de aquéllos. Para Daniel había sido una triste suerte salir vivo de aquel infierno, pero también para Julia y para María lo sucedido había sido la mayor de las desgracias que hubieran podido imaginar nunca. 

En su carta a Julia, en un hotel de Murcia, unos meses antes, Daniel había escrito:

17/11/2003

Tenemos, como dice Camus en “La peste”, una absurda confianza en que la vida siempre nos reserva un mañana en el que podremos dedicar nuestro mayor esfuerzo a transmitir nuestro amor a todos aquellos a quienes amamos, a darles cuenta de que son lo más importante de nuestra vida, a que lo sepan. Es triste que a los detalles de cariño les reservemos un tiempo residual en nuestras vidas… Porque, eso dice Camus, "el amor no es nunca lo suficientemente fuerte para encontrar su propia expresión". Y además le asignamos un tiempo secundario, después del trabajo —¡qué remedio!— y de muchas otras cosas, incluida la televisión —¡qué necedad!—. Como es muy difícil sustraerse a muchas de ellas, nos dejamos llevar por las urgencias que nos va demandando la cotidianidad, y a éstas les dedicamos todos nuestros esfuerzos. Y por eso somos tan necios que siempre posponemos el gesto de cariño para otro momento mejor, sin darnos cuenta de que, en realidad, no hay tiempo. Nunca lo hay.

Era verdad: nunca hay tiempo. No hay tiempo para eso, porque es algo que no deberíamos posponer nunca. Pero Daniel, desde la muerte de su padre, era plenamente consciente de esa urgencia, porque la muerte era fea e implacable, por mucho que dijeran lo contrario literatos y héroes, y nunca daba a nadie segundas oportunidades. Por eso mismo, se había decidido a escribir a Julia. De algún modo, Daniel estaba anticipando su propia muerte, y en esas páginas estaba construyendo la despedida digna para la que nunca dispondría de tiempo. La crueldad de la separación por el dolor que causa la muerte, en quien se va porque la vida la abandonamos a desgarros, a hachazos, y en quien se queda porque el vacío que deja la ausencia de quien se va es lo único que el destino nos tiene reservado, había terminado dando la razón a ese comentario de Daniel inspirado en la novela de Camus.


7


Cuando María era muy pequeña, y Julia se iba con ella a la playa, quedándose Daniel solo en Madrid, todos los fines de semana iba y volvía en coche, para verlas en la playa. Durante esos años, Daniel resolvió adjuntar con un clip un papel a su carnet de identidad donde anotó: en caso de accidente, avisar a Julia Amaro, en el teléfono 96... Quería darse la oportunidad de, en el peor de los casos, poderse despedir de Julia, y decirle que ella era lo mejor que le había sucedido en la vida.


8


En sus viajes de trabajo Daniel siempre iba solo, y detestaba la vida de hotel. No era de esos viajeros que terminaban las noches en el bar dando palique al camarero. No, Daniel no era así. Después de cenar cualquier cosa en cualquier restaurante popular, prefería recluirse en la habitación y tumbarse desnudo en la cama tras una reconfortante ducha. En su penúltimo viaje, en un hotel de Sagunto, había dejado sobre la mesilla de noche un pequeño volumen titulado Heraclés, un libro extraño y bello que, aunque breve, se trataba de una profunda reflexión sobre la homosexualidad masculina que escribió el poeta valenciano Juan Gil Albert en 1955, pero que no se publicó en España hasta 1978. Lo primero que a Daniel le gustaba del libro era la valentía del autor al diseccionar su propia alma, dando a conocer su homosexualidad sin pudor alguno en la España mezquina de aquellos años. Lo segundo, ese lenguaje bello y preciso con el que Gil Albert se acercaba al alma del homosexual, a su propia alma. En sus últimos viajes siempre había llevado ese libro consigo. Aunque Daniel no era homosexual, por alguna extraña razón sentía una especial atracción por esos seres que se movían más allá del orden y del pudor, transgrediendo las normas que la ortodoxia social marca a fuego en las conciencias para que quien se atreva a rebasarlas se atenga a las consecuencias. Sí era cierto que en plena adolescencia, cuando contaba trece años, buscó durante unos meses, con verdadero anhelo, la mirada complaciente de un compañero de curso de su misma edad, por el que sentía una especial e indómita atracción. Por la noche, incluso, en la soledad de su dormitorio, pensaba en él. Aquello al cabo pasó, y quedó en lo más íntimo de su conciencia sólo como una anécdota. Daniel tardó muchos años, sin embargo, en reconocer ante sí mismo que aquello que había sentido por su compañero había sido algo muy parecido al enamoramiento. Por eso también, por esa extraña tendencia que le hacía desear, en sus lecturas, el riesgo de vulnerar el buen orden social, le atraían los autores que habían rebasado alguna frontera moral. Imaginaba, por ejemplo, al pianista español Joaquín Nin copulando con su hija Anaïs, quien fue capaz de novelar ese encuentro incestuoso buscado por ambos siendo adultos, o al sacerdote español Juan Roig, frecuentando sucios retretes públicos en un Londres de suburbio, buscando sexo con otros hombres, o, algo más simple, pero no menos deshonesto, al escritor Henry Miller abandonando a su mujer y a su hijo en los Estados Unidos mientras buscaba en el mítico París de los años treinta, junto a una larga serie de amantes, el éxito literario que al fin logró alcanzar. Lo que hacía diferente a Daniel de esos fanáticos del abismo era que él no habría dado jamás paso alguno hacia ningún vacío, pues lo habría considerado una traición hacia las personas que le amaban. Su afinidad con esos escritores temerarios, sin embargo, era completamente sincera. Su querencia hacia ellos no era una pose, en absoluto lo era, porque dentro de sí, en un lugar innombrable y lejano de sí mismo, algo estaba roto y él lo sabía bien. Había una brecha en su alma, abierta en carne viva, entre el deseo y su imposible realización. Era un gemido y era su carne la que gemía. Era, por tanto, dentro de sí, y no fuera, donde se encontraba ese abismo que le llamaba, que también le daba miedo, y que era lo que le atraía de esos autores malditos. Era ese abismo íntimo lo que le hacía reconocerse, de algún modo extraño, en aquello que escribían. Por las noches, ya en el hotel, y tras la reconfortante ducha en el baño de su habitación, siempre llamaba por teléfono a Julia. Esas llamadas no eran ni por compromiso ni por aburrimiento, eran una necesidad, porque Julia era la luz de su vida. Sin embargo siempre eran llamadas muy breves, mucho más breves de lo que a él le hubiera gustado, bien porque se le secaban, así lo decía para sí, las palabras o porque la pillaba a ella en un mal momento, por ejemplo preparando la cena. La única verdad es que Julia, sólo con su presencia, puede que sin ella misma imaginarlo, había iluminado una senda que para él había terminado siendo nada menos que el camino de su vida. Julia era la luz de su vida. Y sin esa luz que ella había irradiado, bien sabía Daniel que no habría habido para él camino seguro que seguir. O tal vez sí, pero con certeza habría sido un camino mucho más tortuoso. Así de simple.

Porque lo que le pasaba a Daniel es que necesitaba de alguien a quien entregar su corazón absolutamente, sin restricción mental alguna. Y ese alguien para él había sido Julia. Al fin, cuando Julia se apoderó de él, que no otra cosa es el enamoramiento tal y como él lo vivió, se entregó a ella sin condiciones. Hasta entonces había tenido que dedicar demasiado tiempo y esfuerzo a resolver una tremenda dispersión en su ánimo provocada por un profundo y enfermizo sentido de pecado. El sexo, claro, siempre el sexo. Pero si no hubiera sido por Julia casi seguro que habría encallado. Tan enfermizo era su sentido del pecado que durante mucho tiempo una especie de hondo abatimiento, de culpa en forma de una profunda tristeza, se apoderaba de su ánimo tras hacer el amor con ella. El sexo para él era obsesión, y también veneración y tristeza, pero sobre todo era lujuria. Era pecado y no podía dejar de serlo porque ejercía sobre él un poder infernal que lo sometía a sus designios. El sexo siempre tenía algo de fechoría y su propio cuerpo era su primer enemigo. Jamás entendió Daniel por qué eso pudo llegar a ser de ese modo. Pero en compañía de Julia todo podría llegar a ser diferente. Soñaba que alguna vez su alma podría llegar a reconciliarse con su cuerpo.


9


En su carta a Julia le abría su alma de par en par, y llegaba a decirle todo aquello que de otro modo no le hubiera dicho jamás. Necesitaba decírselo, ser sincero. Era su modo de pedirle perdón y era su modo de decirle «éste soy yo» y, además, era una manera de entregarle todo lo que era. La vida Daniel la vivía con una cierta sensación de urgencia ante la amenaza de algún inesperado derrumbe.

El 24 de marzo de 2002 escribió desde el hotel:

El tren ha llegado a Cartagena a las cinco y media esta tarde, y tras instalarme en el hotel, que está al principio de la calle Mayor, me he ido hacia el puerto. He estado leyendo “La máquina de follar” sentado en un banco en el muelle, enfrente de las embarcaciones de recreo. Con Bukowski me pasa casi lo mismo que con el marqués de Sade. Al leerlos, por una extraña razón, siempre termino masturbándome, pero en el fondo no me gustan. Esos relatos me terminan produciendo ansiedad, porque siento como si me robaran el alma. Son relatos brutales y sus protagonistas son personajes de burdel, interesados nada más que en sí mismos y bastante mezquinos. El divino marqués es, además, un pedante apestoso. Pero esos personajes tan necios tienen el valor, y eso debe ser lo que me atrae de ellos y me lleva a leerlos, de llegar a hacer lo que yo siempre he deseado y nunca he hecho: fornicar con una desconocida hasta enloquecer. Dejarme llevar por el sexo sin freno alguno, hasta el límite de mis fuerzas, hasta el delirio. Pero soy incapaz de hacerlo. Su lectura también me hace recordar “El último tango en París”, esa extraña película de Bertolucci. Dos seres que se atraen, que se necesitan porque se atraen, pero que, por el afán de no hacerse daño, acuerdan seguir siendo dos desconocidos el uno para el otro. Heridos por la vida, renuncian a conocer hasta sus nombres, cada uno desconoce el pasado del otro… Tratan de comportarse entre ellos como si fueran dos máquinas sin alma. Se utilizan uno al otro y, al fin, se terminan destruyendo. Nosotros, Julia, seguimos el camino contrario, pues llevamos doce años juntos, y aún no conozco bien tu cuerpo. Sé algunas cosas que te gustan, pero no me atrevo a preguntarte dónde y cómo quieres que te acaricie.
Tampoco tú me preguntas a mí. A veces, con mis caricias, gimes como un gatito, y en ocasiones jadeas como una gata en celo. Pero en otras ocasiones apartas mi mano de ti… no sé si por pudor… no sé si será porque te hago daño… No estuve con ninguna mujer antes que contigo y es contigo con quien estoy aprendiendo cómo sois las mujeres y cómo buscáis al hombre. Esa necesidad de sexo, de compañía… Está resultando, al menos para mí, una tarea de años… Me digo algunas veces que casi mejor que sea así. Creo que es preferible ese «tempo lento» que nos estamos dando que correr en exceso. Es mejor que, todavía doce años después, nos sigamos descubriendo, que haya misterios del otro aún por desvelar. De algún modo, en ese sentido, todo sigue pareciéndose al primer día. Gracias a eso, quizá, no sabemos lo que es caer en la rutina. Y tal vez también por eso, y a pesar del tiempo pasado, te sigo deseando como aquel primer día.

Daniel guardaba ese cuaderno en la cartera de documentos de trabajo, junto a los informes sobre los clientes y la calculadora que llevaba siempre consigo. Incluso los días que no tenía que viajar fuera de Madrid dejaba el cuaderno en la misma cartera para no correr el riesgo de que Julia pudiera descubrirlo. No había llegado aún el momento de que ella debiera leerlo. Esos días en que no viajaba fuera, cuando cogía el tren en Alcalá de Henares camino de la oficina de la empresa en el centro de Madrid, solía sacar el cuaderno de la cartera y leía la carta que estaba escribiendo a Julia. En esos momentos era como si estuviera hablando con ella. A veces, en el mismo tren de cercanías, le venía una idea inspirada, o una frase feliz, y para no olvidarla la anotaba inmediatamente en el cuaderno.

Sentía como si el amor se perdiera si los amantes guardaban silencio sobre él. El amor necesitaba palabras para hacerse realidad. Y también necesitaba gestos, miradas, caricias, sexo… Pero lo más importante eran las palabras para mantenerlo vivo.


10


Daniel pasó una adolescencia y una juventud confusas, atrapado por absurdos remordimientos y culpables reproches. A veces era casi una tortura. El tiempo que debería haber dedicado a sí mismo y, como suele decirse, a labrar su futuro, lo perdió tratando de desenredar una madeja de sentimientos encontrados como consecuencia de tener que acallar un montón de deseos sexuales, siempre insatisfechos, que le arrastraban hacia un sentimiento de culpa que no podía resolver con las inservibles herramientas, dolor de los pecados y penitencia, que le sugerían desde la oscuridad de los confesionarios los representantes de una religión necia y pacata que no producía más que dolor y pesadumbre.

Al fin, al cabo de los años, se había liberado del pesado yugo que suponía un dios malvado y cruel. Y Daniel se había atrevido a mirar de frente a la vida, al amor y al sexo. En la carta a Julia se lo decía sin restricción alguna:

12/02/2004

Amar es aceptar que el amado se apodere de ti. La posesión diabólica es un acto de amor, y muchos no lo entienden. Es al revés de como solemos pensarlo. Pensamos que es el amante quien se apodera del amado, pero no es así, porque realmente es el amado quien se apodera del amante. Es el amado quien, como una obsesión, se instala dentro del amante, y le tortura y le convierte en su esclavo con su permanente presencia en esos sueños que son delirios. Es el amante el que no puede desprenderse del amado, pues éste se ha apoderado de él. El amado toma posesión del alma del amante, y le exige pleitesía. Como amante, Julia, necesito que mi amada, tú, te fijes en mí, desees mi mirada como yo anhelo la tuya, implores mi cuerpo como yo anhelo el tuyo, y sufras como yo sufro cuando no me miras, porque no puedo, no sé, vivir sin ti. Ese es el mayor sufrimiento, que no me mires, que no me busques. Amarte es angustia por tu ausencia, por la pérdida de tu mirada.

«¿Adónde te escondiste/ Amado, y me dejaste con gemido?/ Como el ciervo huiste/ habiéndome herido;/ salí tras ti clamando y eras ido.» San Juan de la Cruz, en su Cántico Espiritual, bebe en el amor carnal, en el amor humano, el único que conocemos, para poder entender el del alma necesitada de Dios. El amor sólo se puede entender desde el gemido ansioso de la carne.

Hay algo mágico en el amor, hay algo mágico cuando dos miradas se buscan. Los amantes se miran con el descaro de los niños, que no apartan la mirada. Amarte es buscar, implorar, tu mirada, desearla más que mi propia vida. Y sentirme halagado cuando me miras. Quien no haya vuelto a sentir en su vida la angustia de esa búsqueda, y el halago en el encuentro, en realidad ya ha dejado de amar. Porque lo primero que mata al amor es la confianza de que el amado siempre va a estar ahí. Esa confianza es la mentira del amor, porque el amor no se puede asegurar, no es algo que se adquiera como una cosa. Ese es el fracaso del matrimonio. El matrimonio está bien como contrato, y puede que sea hasta sensato, pero no tiene nada que ver con el amor, y hay quien se confunde por ello. El amor muere el mismo día de la boda si hay un trueque de seguridad por amor. Es esa confianza en que el amor está asegurado la que, como una trampa, se extiende hasta el corazón de los amantes y seca esa rama verde que inesperadamente, un día, prendió y floreció… Amor contratado, asegurado… Eso es peor que contratar sexo. De repente todo se vuelve sombrío, anodino… El amor muere desde el mismo día en que, al llegar a casa, ya no nos preocupa cuál vaya a ser el gesto del otro, y el beso que subraya el reencuentro ya no encierra deseo alguno, ya no es un beso de bienvenida, y las miradas no se apartan de aquello que se esté haciendo… porque ya no interesa sondear qué ternura, qué deseo, hay en la mirada del otro, en tu mirada. El amor muere definitivamente cuando estamos seguros de él y no luchamos por ganarlo cada día. Muere devorado por esa rutina gris por la que dejamos que nuestra vida pierda la partida que jugamos todos y cada uno de los días. El amor ha muerto definitivamente cuando ya no me miras y eso ya no me importa. Y lo peor es que ya no me importa.


11


El amor arrastra las voluntades hacia el sexo y sus perversas servidumbres, y el sexo eleva a los amantes más allá del simple placer, construyendo paraísos que te exigen volver al amado una y otra vez. Una semana antes del atentado, Daniel había escrito:

2/3/2004

El amor es química y es instinto; es ternura y es sexo… Todo va junto, en el mismo paquete, y ninguno de esos ingredientes prevalece sobre los demás. También es compañía, es alegría y es angustia… El sexo sobre todo es angustia y no se suele hablar así de él. Pero las consultas de los psiquiatras están repletas de angustiados por el sexo. Es verdad, todos lo sabemos, que cuando dos amantes se acercan, durante los primeros besos, hay alegría, y ternura, y hasta risas puede haber… Pero cuando aquello sigue adelante, y las caricias se prolongan, y las manos y las bocas se vuelven como locas, entonces las risas desaparecen, y también las sonrisas, y aquello se desata… Hay una palabra que define muy bien todo esto: pasión, la palabra es pasión… Se desata la pasión, solemos decir, que es como decir que se desata un monstruo… Un monstruo anhelante, ciego de placer, brutal en su obsesión. La pasión es como un monstruo que llevamos contenido en el alma, encorsetado por las normas sociales… La educación es lo contrario del amor, porque la educación es contención y cuidado en las formas. Sin embargo la pasión es explosión, es orgasmo, que es donde desemboca de verdad el amor, que es puro instinto; es la naturaleza material desatada, es pura química, es una ley cósmica que no se puede vencer. Por eso hay tanto célibe loco de atar. Al amor se le sirve como a todo amo, porque somos sus esclavos, sujetos a él por leyes inexorables que están por encima de nosotros, y si te rebelas contra él, contra esas leyes, y tratas de dominarlo, de someterlo, no lo va a consentir y, como todo amo haría, terminará acabando contigo, te devorará. El amor es la materia cósmica que somos y que sólo se manifiesta cuando nos desatamos de las convenciones sociales. Al amor hay que flanquearle el paso para no ser aniquilados por él, y para eso hay que ser valientes, porque es verdad que también parece un monstruo… Tanto lo parece que unos cuantos infelices se quedan anclados en su papel de monstruos, y terminan siéndolo. Y mejor será que nunca te cruces en su camino, porque te aniquilarán sin compasión. Son capaces de matar y a veces matan… Todos los días hablan de alguno en los periódicos…

¿Y la poesía que pinta en todo esto? No hay amor sin sexo, y si ambos son honestos se puede llegar por igual de uno a otro, del amor al sexo y del sexo al amor. La poesía al final lo pinta todo, porque el poético es el único lenguaje capaz de hablar del amor, capaz de describir eso tan poderoso que nos obliga a abandonar el orden social que hemos interiorizado con la educación y que vivimos el noventa por ciento de nuestra vida. Al final, estamos divididos entre el cielo y el infierno, seccionados en dos yoes incompatibles, troceados entre bien y mal, al borde de la locura. Para expresar el amor sólo cabe recurrir al lenguaje poético, que es el más emocional de todos los lenguajes verbales. En la vida corriente, casi siempre somos un doctor Jekyll respetuoso y contenido. Ese es el tipo humano que se enseña en las escuelas a los niños, y es el que también aprendimos de nuestros padres en casa. Es el único que se puede enseñar, el único del que se puede hacer pedagogía. Jekyll es el orden social. En el tren, en el metro, en el trabajo, en el cine, en el bar, en casa, vamos educadamente contenidos, llevamos el alma puesta. Pero en esos momentos en los que la pasión nos desborda dejamos salir de lo más hondo de nosotros mismos ese monstruo sin alma que es Hyde, babeante y lascivo, pura lujuria, puro desorden, algo que puede llegar a darnos miedo. ¡Y todavía hay algún necio que dice que, dirigida a los niños, a los adolescentes, se puede hacer pedagogía del sexo, pedagogía de Hyde! No se puede… ¡No se puede hacer pedagogía de un canalla! ¡Qué tremenda estupidez! Tenemos dentro a esos dos seres incompatibles e irreconciliables. Recuerdo que, de adolescente, las primeras fotos pornográficas que vi me daban miedo. La presencia de Hyde produce terror. Me daban miedo esos rostros abandonados al placer, a la lujuria. Eran rostros sin alma, enajenados de Dios, fuera de la humanidad, sin contención alguna. Era lo más parecido que he visto nunca a la posesión diabólica la de aquellos hombres y mujeres abandonados al placer del sexo. Detrás del educado y ecuánime Jekyll se ocultan la locura y el delirio de Hyde. Hyde da pavor. ¡No se puede hacer pedagogía de Hyde!

En la cama, Julia, tú y yo también dejamos que de nuestro interior salga lascivo y babeante ese Mr. Hyde sin alma que nos habita. Y dejamos que nos posea hasta el final, hasta el delirio. Y cuando finalizamos, exhaustos, vacíos de lascivia, y ese abrazo convulso, frenético, incandescente, se acaba, y ya he sido arrasado por el placer infernal que me da tu cuerpo y me dan tus caricias, y tú también has sido devastada por esa fuerza satánica que se apodera de nosotros, entonces quedamos fuera de todo, fuera del mundo, fuera del orden y del desorden, sin Dios, sin alma, sin lujuria, sin nada. Y entonces siempre te doy un beso, en la mejilla, quizá en los labios… Un beso suave, como perdido, que busca su dueño… Al principio, los primeros años juntos, ese beso era una forma de pedirte perdón, porque me sentía culpable de lo que había hecho contigo, de lo que te había hecho... Pero ese casto beso con que damos fin al delirio del amor, también ahora, al cabo de los años, intenta neutralizar ese acto obsceno que hemos cometido, ese tratarnos como si no tuviéramos alma, como simples objetos de placer. Mejor dicho, creo que ese beso te lo doy para que el alma vuelva, porque se ha ido mientras nos hemos manoseado presos de un celo visceral, infernal, satánico... Entonces tengo conciencia de la brecha que se ha abierto dentro de mí, porque me siento como partido en dos. Pero, a pesar de eso, o puede que también por eso, te sigo queriendo y deseando con toda mi alma. Puede que sólo nos quede abrazarnos a la tenebrosa lucidez que nos da la conciencia de esa brecha que somos. Esa brecha, que nos deja sin suelo que pisar, nos deja también a merced del abismo. Y, ahora te lo digo, porque ahora entiendo lo que todo esto puede significar para nosotros, si hemos de caer, Julia, hacia la nada, hacia ese abismo… si hemos de caer, te digo, caigamos abrazados.

Daniel sentía un conmovido agradecimiento hacia Julia por las tiernas caricias que en la cama ella le brindaba cuando terminaban de hacer el amor. Él las sentía como una especie de compasión infinita de ella hacia el monstruo en que él acababa de transfigurarse y que encerraba en su interior, siempre al acecho de ella, que para él cumplía el papel de víctima. Ella, en ese momento, era como una nueva Mary Reilly… Porque ambos, entre besos y lametones feroces, entre ciegas caricias y convulsiones desatadas, se habían tratado mutuamente casi como puros objetos, como personajes desalmados en busca del placer más intenso. Pero no era realmente así, no era sólo eso, porque también había una entrega, una ofrenda, completa y gratuita, una donación del cuerpo de cada uno al del otro, para que lo adorara, lo celebrara hasta donde fuera capaz, como el mejor instrumento de placer y de gloria… Era, en fin, lo más parecido a tocar el contradictorio cielo que la vida es capaz de ofrecer. O lo más parecido a tocar el infierno, pues en esos momentos Julia y Daniel se movían, como también ahí se mueven los verdaderos amantes, por la delgada línea que separa la violencia de la ternura, el crimen de la compasión, la muerte de la vida… Era la vida en su plenitud, siempre al borde de la destrucción…


12


Julia, en cuanto oyó por la radio la noticia de los atentados, estuvo llamando al móvil de Daniel, que solía llevar en el bolsillo interior de su chaqueta. Como no contestaba, enseguida se temió lo peor. Y la angustia se apoderó de ella cuando, a las nueve y media, llamó a la empresa de Daniel donde el mismo Jorge Paz, su jefe, le confirmó que no había llegado todavía.

— Tranquila, Julia… Estará viniendo en el metro y no tendrá cobertura. En cuanto llegue le digo que te llame, estate tranquila…

— No, Jorge, no… Porque el teléfono da la señal de llamada, pero él no lo coge…

Y rompió a llorar… Julia estaba desolada.


13


Los viajeros de cuatro trenes de la red de cercanías de Madrid, entre las 7:36 y las 7:40 horas del día 11 de marzo de 2004, sufrieron diez explosiones que acabaron con la vida de ciento noventa y dos personas, causando además mil ochocientos cincuenta y ocho heridos de diversa consideración. Madrid parecía una ciudad devastada por la guerra. Durante todo el día la vida entera se precipitó hacia un abismo insondable y la horrible máscara de la muerte sorprendió a la gente mientras vivía su vida, esa misma vida que lo es todo para cada uno y, sin embargo, solemos convertir en algo trivial cuando todo lo que pasa a su alrededor es previsible y cotidiano. A los pocos minutos de los atentados la actividad de la ciudad empezó ya a alterarse. Las sirenas de las ambulancias, las sirenas de la policía, de los bomberos… Los altavoces en las estaciones del metro de Madrid advirtieron a sus viajeros durante todo el día: «Por causas ajenas a Metro el servicio se encuentra interrumpido en Línea 1…»

Cotidiano y trivial fue el despertar de Julia ese 11 de marzo. Con prisas, como siempre, desayunaba en la cocina de su casa. Hoy iba a ser un día especial, pues tenía que relevar a Carmen, la hermana de Daniel, que la esperaba en el Ramón y Cajal hasta que ella llegara, pues habían ingresado la tarde anterior a la suegra de Julia, a la madre de Daniel, a quien los médicos tenían en observación por un desvanecimiento que había sufrido. Hacía tan solo media hora que María había salido hacia la estación de tren… Eran las 8:07 y en la emisora de radio que Julia solía escuchar mientras desayunaba, interrumpieron la emisión rutinaria de noticias: «Recibimos una noticia de última hora. Parece que una potente bomba ha hecho explosión en la estación de tren de Atocha. Se habla de que hay víctimas, pero por el momento se desconoce el alcance del suceso. Repetimos…» Preocupada, Julia llamó inmediatamente al teléfono móvil de María. Ésta la tranquilizó diciéndole que llegaría tarde al instituto porque el tren en el que viajaba estaba parado, y por los altavoces advertían que se trataba de una parada de duración imprevisible… Entonces, llamó insistentemente, y durante muchos minutos, a Daniel, cuyo teléfono no paraba de sonar y él no descolgaba… Fuera de sí, fue a las nueve y media, temblando de angustia y miedo, cuando al fin se decidió a llamar a Jorge Paz, el jefe de Daniel.


14


Daniel Vallespín falleció en el Hospital Gregorio Marañón de Madrid, a las 19:47 horas del mismo día 11 de marzo de 2004, mientras Julia, su mujer, y su hija María contenían, abrazadas, su desolación en la sala de espera de la UCI.

— ¡No me dejes sola, Daniel… por favor!

repetía Julia, como una letanía, y contra toda esperanza, desde las 17:30 horas de esa misma tarde mientras era abrazada por su hija. Después de recorrer, al borde de la locura, varios hospitales, milagrosamente pudieron localizar el paradero de Daniel. Tras su fallecimiento, el parte médico era escueto: una parada cardiorrespiratoria había sido la causa inmediata de la muerte de Daniel. Realmente, fue un choque hipovolémico, consecuencia de una hemorragia interna generalizada, lo que acabó con su vida.


15


Daniel quería hacer a Julia el mejor de los regalos, que no otra cosa era su carta de amor. Se la debería entregar muchos años más tarde. Pero ¿por qué esperar?, o, mejor, ¿a qué esperar? Del amor y del sexo, efectivamente, es muy difícil hablar sin devaluarlos, sin vaciarlos de contenido… En parte, ése era su miedo, devaluar su amor atreviéndose a hablar de él. Porque el amor ha de cuidarse como un tesoro, y no se debe airear gratuitamente. Si lo haces, corres el riesgo de trivializarlo, de convertirlo en algo muy parecido a nada. La necedad humana, que es mucha, es capaz de devaluar todo lo que le es ajeno. Por eso el que ama es discreto, porque aprecia ese amor más que cualquier otra cosa y si lo saca a la intemperie los demás siempre lo destruirán sin compasión.

Al principio de su carta había escrito sus dudas sobre su propio amor, sobre su consistencia…

24/10/2001

¿Qué imagen tienes de mí, Julia? ¿Quién soy yo para ti? Cuando el destino nos unió creía que contigo podría llegar a superar mis bloqueos, mis necedades… Tú has dado sentido a esta vida gris que yo no he sabido iluminar, esta vida sin especial relieve que es mi vida… Nunca me has pedido más de lo que he sido capaz de darte… Pero no sé si tú lo ves también así, no sé si conmigo eres feliz, o, simplemente, si eres más feliz de lo que hubieras sido con cualquier otro hombre. ¿Hasta dónde te he decepcionado? ¿Renunciarías a mí si tuvieras el valor de hacerlo? ¿Sigues conmigo sólo por inercia, por irremediable costumbre? La vida, para ciertos asuntos, tiene carácter irrevocable. Así es el mundo que construyen los amantes: irrevocable. Una vez que se ha construido ese mundo no es posible volver atrás y tratar de reconstruirlo de otro modo. Si los amantes han fallado en el intento, todo, absolutamente todo, se hunde irremediablemente. Todo se hunde para siempre.

En el aprendizaje de la convivencia, una pareja solo puede construir una relación estable si ésta se fundamenta en la afirmación del otro y en la negación de uno mismo, en aceptaciones y renuncias de esa naturaleza. El secreto que hace viable el futuro en común debe ser que el conjunto de renuncias que cada cual ha de afrontar las aborde por sí mismo, y por propio convencimiento, y que nunca sean hechas por exigencia forzada por el otro, o por temor a él. El amor es algo tan frágil que es incapaz de soportar tiranía alguna, por leve que ésta sea. Una flor crece únicamente si se la deja crecer, y el amor tiene la fragilidad de una flor. Como el nuestro… Espero que tú también lo sientas de este modo…



DOS


1


Julia no recordaba ya cuánto tiempo llevaba tratando de salir del infierno adonde la traumática desaparición de Daniel la había conducido. Mil veces se había torturado tratando de volver a vivir el último instante con Daniel aquel lejano 11 de marzo de 2004, aquel beso último en la frente que él le dio cuando ya se iba, y el desganado, casi indiferente, adiós, que ella le dedicó en aquella inesperada, por definitiva, despedida… Le debía a él el mejor de sus besos, la más tierna de sus caricias; le debía un adiós digno de la vida que habían construido juntos. Pero ya era imposible. En sueños, muchas veces, había revivido ese momento del adiós definitivo, que siempre acababa tratando ella de retener su marcha, gritándole: «¡no te vayas, por favor, Daniel! ¡No te vayas!» Pero él siempre se iba y además se iba para siempre. Nunca volvió a verle vivo. Cuando le mostraron el cadáver de Daniel en el hospital no lo reconoció y tuvo que esforzarse por identificar sus rasgos en aquel rostro muerto. Aquél no era Daniel… No sintió nada a la vista del cadáver de aquel hombre al que había amado, al que había abrazado con pasión, por el que se había dejado abrazar hasta el delirio y por el que había renunciado a tantas cosas… Ya no era él quien yacía en aquella camilla... De repente la propia vida de Julia se vació ante la ausencia de Daniel, y la presencia de María no bastaba para compensar en ella la catástrofe, el derrumbe, que se había producido en su interior. Todos los esfuerzos, todas las renuncias que Julia había hecho por mantener en alto, mientras él vivió, su vida con Daniel, habían caído en una especie de vacío imposible de llenar. La imagen de él había desaparecido por completo de su interior, y a ella le resultaba imposible traducir su angustia en lágrimas que reconfortaran algo el padecimiento infinito que sentía, en gritos de rebelión por la injusta muerte de Daniel. Su llanto era un llanto sin recompensa alguna. Julia había sido incapaz de encauzar en un sentido concreto su naufragio emocional.


2


Habían pasado casi tres años desde aquel horrible día, ahogado en amargura y llanto, en que el doctor Pérez Sánchez, tras unas ojeras que delataban una jornada que estaba siendo agotadora y brutal, había comunicado a Julia Amaro la noticia que ella nunca había imaginado recibir:

— Lo siento en el alma… No hemos podido hacer nada…

María y Julia, que habían oído en pie la noticia, se habían desplomado sobre el sillón donde abrazadas habían pasado dos largas y angustiosas horas a la espera de un milagro.

Ahora, casi tres años después de aquel horror, Julia acababa de recibir un telegrama del juzgado citándola para comparecer “por un asunto de su interés”. Estaba harta de comparecencias, de forenses, de periodistas, de políticos y de polémicas. Estaba harta de todo el ruido que había a su alrededor y de todos los intereses confrontados que se habían desatado, como consecuencia del horrendo crimen, en aquella sociedad mezquina. Ni siquiera se preguntó cuál podría ser ese asunto de su interés cuando ya no había nada que realmente la interesara.

«Son efectos personales», le dijo, escuetamente, el funcionario del juzgado, cuando ella le enseñó el telegrama. Tras firmar un recibí, le entregaron la cartera de trabajo de Daniel, la que llevaba, como todos los días, también el 11 de marzo de 2004. La abrió allí mismo, y vio que no contenía más que un simple cuaderno, la calculadora de trabajo y un grueso bloc de la empresa, con el encabezamiento “Informes de clientes” en su portada. En un rincón de esa portada estaba el nombre de él, Daniel Vallespín, cuya ausencia ella había llorado sin consuelo durante esos casi tres años... Y así era. Era su ausencia, el vacío que su muerte había dejado en su alma, lo que la conmocionaba… Él ya no estaba y su imagen se había desvanecido por completo. Sin embargo, ahora, de repente, él, de algún modo difuso, latente, estaba en aquella cartera que le habían dado. En un gesto absurdo, la estrechó entre sus brazos… Al llegar a casa, volvió a abrir la cartera y su atención se centró en el otro cuaderno, cuya portada nada decía…

Ahora, delante de sí, sobre la mesa de la cocina, acababa de abrir ese cuaderno, y en su primera página manuscrita por Daniel vio, como si fuera un título, su propio nombre, "Julia"… Algo, de repente, pasó. Algo inaudito… mágico. Él había vuelto a través de aquel cuaderno inesperado, nunca imaginado por ella, que acababa de abrir y descubrir su contenido. Allí estaba él. Era como si de repente hubiera aparecido por la puerta de casa. Y un torbellino de emociones volvió a brotar en el pecho, en la garganta de Julia…

— ¡Daniel…!

balbuceó casi en silencio… Y rompió a llorar de un modo inimaginable antes, de un modo que ya no era sólo desconsuelo y ahora sentía algo que no había sentido desde que la ausencia de él la había vaciado por dentro. Se levantó aturdida y se llevó las manos a la cara en un gesto instintivo, como tratando de contener la emoción que se había desbordado por completo. Tan solo fue leer su propio nombre, Julia, al principio de la primera página, lo que había desencadenado el milagro… Y estalló en un llanto también inconsolable, pero diferente al que se había manifestado hasta ese momento. Porque era el llanto purificador que ella tanto había deseado, sin saberlo, durante los últimos tres años. Él la estaba nombrando… Ahora Julia le estaba llorando a él, no a su ausencia, no a aquel vacío insondable que la había desdibujado por dentro y había dejado a la deriva sus emociones. Ahora era él quien estaba ahí, junto a ella, mejor, dentro de ella y dirigiéndose a ella… Era como una aparición fantasmal… era, efectivamente, un milagro.

Pasaron muchos minutos en los que Julia, en silencio, conmovida, casi asustada y envuelta en lágrimas, empezó a sentir algo nuevo nunca jamás sentido, como si aquellas emociones que llevaban tres años a la deriva empezaran a recomponerse en su interior. Sentada de nuevo ante la mesa pasó un largo, larguísimo rato, sin poder hacer otra cosa que quedarse mirando fijamente, entre lágrimas, a aquel cuaderno con su nombre al principio.

Al fin, se sobrepuso al torbellino emocional, y empezó a leer:

“17/9/2001

Nunca te he escrito. Y ¡cuántas cosas me gustaría decirte!...”


3


Daniel y Julia, después de años de lucha por hacer valer su amor ante sí mismos, y ante el mundo, habían abierto un huequecito en sus almas donde aquél pudo anidar, y después crecer, y habían aprendido a quererse con toda la intensidad, y también los riesgos, de que eran capaces los humanos. Había sido un proceso muy lento, no exento de errores. Pero siempre habían ido a más en su cariño, en su mutua comprensión, en su máxima exigencia. Su amor era frágil, por eso era verdadero amor. Sin embargo, siempre se concedieron uno a otro la holgura imprescindible para que ambos pudieran resituar la expresión de sus emociones cuando éstas encallaban. María era uno de los valiosos frutos de ese amor maduro y apasionado que terminó siendo el de ambos. Pero el fruto más valioso era ese mismo amor… Si Daniel, llevado por una especie de innata melancolía, entendía la vida de un modo trágico, lo que le llevó a redactar aquella larga carta de amor y de adiós, de despedida, que ella, al fin, pudo entre emociones llegar a leer, Julia, por su parte, sentía por él un cariño menos dramático pero no por eso menos intenso y sincero. Siempre, sin llegar a saberlo con total certeza, estuvieron muy cercanos uno del otro, pendientes ambos de los gestos y detalles que, mágicamente, son capaces de convertir algunos instantes de la vida en algo que evoca ese paraíso perdido que todos llevamos dentro, que en ocasiones llamamos eternidad y que únicamente encuentra cobijo en el corazón de los místicos y en el de los verdaderos amantes.

Madrid - Santa Pola, julio y agosto de 2014