viernes, 30 de octubre de 2015

El callejón trasero




EL CALLEJÓN TRASERO


A Stephen Milligan, in memoriam




Hay un callejón abandonado en el alma donde se amontonan los pecados y las culpas. Está, como todos los callejones, plagado de papeles y cartones sucios tirados por el suelo sobre los que, en ocasiones, pasan la noche mendigos desahuciados de la vida y perros callejeros rodeados de basura. A ese lugar no se accede con facilidad. Sobre todo porque da miedo acercarse a mirar tanta inmundicia en medio de esa húmeda y tenebrosa oscuridad. El horror, el espanto, se produce al descubrirse uno mismo habitando allí: cuando es uno mismo el mendigo desahuciado y solo que ocupa ese rincón sombrío en el callejón trasero del alma. En ese lugar es donde se esconde ese ser indecente que, bajo un disfraz de formas exquisitas, de relojes de oro, de títulos, másteres y coches de lujo, de casullas y sotanas, de palabras lindas que enamoran, pasea su honestidad sobre las impolutas alfombras que adornan los pasillos por donde caminan otros tantos como él, otros que también se esconden de lo que en realidad son. Esos callejones del alma al fin están lejos hasta de la compasión de Dios… Pero basta con que te acerques lo suficiente para que, enseguida, se manifieste el hedor de la inmundicia que se oculta tras todos esos oropeles.



***



Abandonó la notaría tras despedirse de don Luis, a quien recordó que esa tarde, a las siete, de nuevo tenía cita con el odontólogo.

— Muy bien, Jaime. Recuerde que mañana, a las nueve y media, tenemos la firma de las escrituras de Malcesa, y que vendrá D. Juan Andrade directamente desde el ministerio antes de ir a la Moncloa. Ya sabe que es muy puntual.

— Lo tengo presente. No se apure, D. Luis. Está ya todo preparado y, de todos modos, yo, como siempre, vendré a las ocho...

— Bien, Jaime. Que le vaya bien…

Jaime Pérez Enciso era el oficial de la notaría de D. Luis Hontoria Vázquez de Mel, despacho donde hacía quince años que trabajaba. Durante los siete últimos, tras la jubilación de D. Fernando Pérez Embid, lo hacía en ese puesto de confianza del notario. Licenciado en derecho por la universidad Complutense, por sus manos pasaban todos los negocios que se tramitaban en aquella notaría de prestigio en la calle Velázquez, de Madrid. Diariamente, despachaba con el notario los asuntos relevantes, y, a la hora de redactar los borradores de las escrituras, se dejaba guiar por el mejor enfoque legal que aportaba don Luis, sobre todo en las normalmente complejas operaciones societarias.

Aunque era la segunda vez que Jaime iba al psiquiatra, el pudor le impidió revelar la verdad a D. Luis. Le dijo que tenía que arreglarse la boca. El miércoles de la semana anterior había ido a la primera sesión, y durante toda la semana recordó el final de la conversación de aquélla:

— Entonces, dígame, Jaime ¿por qué ha venido? —le preguntó el psiquiatra.

— Porque no aguanto más… porque no puedo vivir así…

— ¿Es la conciencia? —preguntó el médico.

— No… bueno, no lo sé. Será eso…

Y tras un instante en silencio, como mirando al infinito, añadió como con un hilo de voz:

— Es el sufrimiento…

Eso último lo dijo con la voz entrecortada, acabando en un breve sollozo.


***


Jaime, dos meses antes, había cumplido cuarenta y dos años. Iba siempre pulcramente vestido. Era un hombre culto y de modales exquisitos, aprendidos desde niño y pulidos durante sus años de trabajo en la notaría de don Luis. Su imagen física irradiaba cercanía y competencia: unos ojos color miel brillando tras unas gafas sin montura, con los que sostenía una cálida mirada. Bajo su bien perfilada nariz, lucía un cuidado bigote medio rubio. Sus formas eran contenidas y su tono de voz bajo. Nunca se pronunciaba sobre ningún asunto antes de haberlo estudiado en profundidad. Estaba acostumbrado a tratar con gente importante, como apoderados de sociedades que cotizaban en bolsa o personas con modales contenidos que ostentaban algún título nobiliario, aunque también, en ocasiones, asomaba las narices por aquella notaría algún patán de esos que sólo saben hacer dinero, o simplemente rico por su casa, que iban a cerrar legalmente algún pelotazo inmobiliario, cobrando siempre una parte en negro… Por supuesto, a estos últimos se les recibía en la notaría con la misma aparente consideración que a los primeros. Como era invierno, y amenazaba lluvia, Jaime llevaba, sobre el bonito traje gris marengo que vestía, un abrigo de paño inglés y un paraguas a juego, así como unos bellos, y relucientes, zapatos negros. En la muñeca izquierda, entre la manga del abrigo y unos bonitos guantes negros de piel, lucía el reloj Omega de oro que, diecinueve años atrás, sus padres le habían regalado al finalizar su licenciatura en derecho.

A las siete en punto, salió a recibirle, a la pequeña sala de espera, el mismo doctor Márquez, quien, tras un educado saludo, y una vez en su despacho, inmerso en una leve penumbra, le invitó a despojarse del paraguas, de los guantes, del abrigo y de la chaqueta. Junto al diván había una mesa pequeña, con agua en una jarrita de cristal, un vaso y unas cuantas servilletas de papel ordenadas en un servilletero que parecía de plata alemana… Jaime aflojó el nudo de su corbata y liberó de su ojal el botón superior de la camisa.

— Ahora, Jaime, si lo desea beba un poco de agua, póngase cómodo tumbándose en el diván y relájese todo lo que pueda. Y cuando usted decida, continuamos.

Sin decir nada, Jaime se sirvió un poco de agua, que bebió despacio. Después, lentamente se tumbó en el diván. Entonces sintió que a la garganta le volvía a atenazar el mismo nudo con el que finalizó la sesión anterior, y se le empezaba a secar de nuevo. Se incorporó y bebió otro trago. Luego, otra vez lentamente, volvió a tumbarse en el diván.

— ¿Continuamos? —preguntó el doctor Márquez.

— Cuando usted quiera, doctor…

Cuando Jaime adoptó una postura relajada, se reanudó la sesión.

— ¿Cómo ha ido la semana, Jaime? —preguntó pausadamente el médico.

— Bien. Como siempre.

— ¿Tenía ganas de volver aquí?

Esta pregunta, como si se tratara de un brusco aterrizaje en el asunto que le había llevado allí, le pilló de improviso a Jaime… Como tardaba en contestar, el doctor Márquez prefirió matizar.

— Quiero decir que durante la semana habrá pensado en nuestra conversación del otro día. Me pregunto si se arrepiente de haber vuelto.

Tras un instante en silencio, Jaime se decidió a hablar.

— No. No me arrepiento. Si le soy sincero, el otro día me sorprendí a mí mismo porque fui capaz de decir lo que le dije. Y no me arrepiento. Tengo la sensación de, al menos en parte, haberme liberado de un gran peso…

— Eso está muy bien, Jaime. Ya podemos decir que algo hemos conseguido.

— Imagino que aún queda mucho camino por andar.

— Por supuesto, Jaime, que queda mucho camino. Queda todo —matizó el doctor Márquez—, pero ya estamos hablando de lo que le aturde, de lo que, como me dijo el otro día, no le deja vivir. Usted lleva toda su vida con ese dolor interior, con esa oscuridad, y ha sido capaz de abrir una ventana desde donde se ve su alma. Usted ya está dando pasos en la buena dirección, porque la terapia se la hace usted a sí mismo. Yo aquí sólo soy un instrumento, una ayuda. Pero ha de tener muy claro que el dolor va a seguir ahí, a pesar de la terapia… La terapia lo que trata de curar es la desesperación, el desconsuelo, pero no el dolor.

— No entiendo bien… —comentó Jaime algo sorprendido.

El doctor Márquez, en silencio, dejó transcurrir unos segundos, y al final dijo:

— Recuerde bien una frase, Jaime. Téngala siempre presente. Es una frase atribuida a Sigmund Freud. “La ganancia será grande si logramos transformar la miseria histérica en infortunio ordinario”. Esto significa algo muy simple. Significa que no podemos escaparnos del dolor, porque el dolor no se puede rehuir. El dolor humano es inevitable. De lo que podemos escapar es de la desesperación, del desconsuelo, pero nunca del infortunio… Las contrariedades de la vida no se pueden eludir, y hemos de aprender a vivir con ellas…

Jaime se sentía algo desconcertado. Y preguntó:

— ¿Y eso qué significa?

— Significa algo tan simple como que el infortunio, y su consecuencia, que es el sufrimiento, son, Jaime, ingredientes de su vida, y también de todas las vidas, y no va a poder quitárselos de encima como hace un rato se ha quitado la chaqueta. Lo que usted tiene que erradicar de su alma es la desesperación, esa especie de dolor informe, que lo abarca todo, ante lo que no sabe cómo responder y que le hace profundamente infeliz. El sufrimiento, sin embargo, no es incompatible con una vida feliz. Todos sufrimos… absolutamente todos.

— No lo sé, doctor Márquez… No sé si todos los sufrimientos son iguales…

— Jaime, el mundo nos engaña mucho. Y nos engaña constantemente. Todos sufrimos… Sin embargo, eso tan simple, tan natural, se oculta. Es algo que nos ocultamos unos a otros. Pensamos erróneamente que el sufrimiento hay que ocultarlo porque lo vivimos como un fracaso. O entendemos que es una debilidad, que si la desvelamos, en este mundo tan hostil a los sentimientos, nos hacemos vulnerables.

Jaime no estaba del todo convencido de que fuera capaz de ser totalmente sincero con el doctor Márquez, de que pudiera realmente liberar todo el dolor y culpa acumulados tras años de silencio y tortura.

— Como ya estamos situados ¿Le parece, Jaime, que vayamos sin rodeos al grano? Yo creo que es mejor así…

— Bien… —Jaime carraspeó levemente para aclararse la voz.

El doctor Márquez, como acostumbraba, se puso a hablar pausadamente, casi recreándose en las palabras, tratando de destacar el verdadero y hondo significado de cada una de ellas.

— Como ve, se trata de algo muy sencillo. El otro día fue capaz de abordar el problema, de verbalizarlo, de comunicarlo. Eso, Jaime, ya es mucho. Ha liberado un sentimiento que se encontraba en la oscuridad de su ser, que no tenía perfiles, porque éstos estaban difusos, no estaban definidos por palabras. Tan solo los definía el miedo, el espanto, el dolor… Hoy, sin embargo, ya podemos hablar de todo ello y mirarlo de frente, y eso significa un avance importante. Lo importante, lo más importante, es que usted ya lo está mirando de frente, y yo le voy a ayudar a que siga en esa dirección, que es la correcta. Vamos, por tanto, a hablar de todo. Y, Jaime, lo vamos a hacer con naturalidad. ¿De acuerdo?

— De acuerdo.

Sentado en un sillón, detrás de la cabecera del diván, el doctor Márquez tenía abierto sobre sus piernas cruzadas un cuaderno, con el nombre de Jaime Pérez Enciso en la cubierta. Dejó transcurrir un tiempo breve, con la intención de volver a crear el ambiente de confianza adecuado para que Jaime abriera de par en par su alma. Este fue el principio de la conversación de esa segunda sesión. El despacho, como la primera vez, estaba en penumbra, y se oía, casi como un murmullo, un suave blues a muy bajo volumen, destacando el inconfundible sonido de un xilofón. Jaime nunca se había imaginado contando estas cosas a nadie. Para concentrarse, desde el diván, fijaba su mirada en uno de los pliegues del bandó que coronaba, arriba y a su derecha, las cortinas verde oscuro del despacho del psiquiatra.

— ¿Desde cuándo siente atracción por los niños pequeños?

La pregunta, a pesar del rodeo introductorio, y de la voz monocorde del médico, produjo una conmoción en el interior de Jaime. Transcurrió un breve instante en silencio. Al fin, respondió:

— Desde los doce años… Bueno, ya casi tenía trece…

— Es decir —comentó el médico—, que usted también era un niño….

— Sí…, bueno… acababa de salir de la niñez…

— Jaime, con doce años todavía se es niño.

Ahora Jaime se revolvió levemente en el diván. Algo de lo comentado por el médico parecía incomodarle.

— Es posible que todavía lo fuera… No sé decirle… Realmente no me pasaban las cosas que les suelen pasar a los niños…

— ¿A qué cosas se refiere, Jaime?

— Un niño juega y piensa sólo en jugar, en divertirse con los amigos… A esas cosas me refiero…

— ¿Y qué cosas diferentes le pasaban a usted?

— Yo era un monstruo… Y así me sentía… Y así me siento hoy.

Jaime Pérez Enciso, oficial de la notaría de D. Luis Hontoria Vázquez de Mel, durante toda su vida, desde los doce años, había vivido ocultando al mundo un monstruo que vivía dentro de él. Todo sucedió desde el día en que le había citado el padre Juan para jugar al fútbol con sus compañeros de clase. Fue un sábado del mes de abril, por la tarde. Fue el día en que pasó más de una hora buscando el calcetín rojo del equipo de fútbol, sin el cual no podría salir a jugar. «¡No voy a consentir que nadie salga a su bola… sin el uniforme reluciente y completo!», le gritó el padre Juan señalando con su dedo índice el vestuario. «Tú hoy no sales, Jaime. ¡Ve a cambiarte!» Y llorando, angustiado, volvió al vestuario donde siguió buscando el dichoso calcetín, y también lo buscó en el gimnasio, y en los lavabos…

— ¿Sabe usted —prosiguió el doctor Márquez— realmente qué cosas les suelen pasar a los niños?

— Yo creo que no les pasan las cosas que me pasaban a mí.

— Jaime, la infancia está idealizada… Hay suicidios infantiles, más de los que nos imaginamos, lo que sucede es que de esos asuntos no se habla. El paso de la infancia a la edad adulta suele ser traumático para casi todo el mundo. Es un momento de la vida en que toca asimilar algo tan nuevo como el sexo, como la conciencia de la muerte… La vida, de repente, se nos muestra sin velos, sin tapujo alguno. La vida, en esos inicios de la adolescencia, deja de ser un juego y, en ocasiones, se vuelve tremendamente hostil, porque también empieza a exigir del niño respuestas sin dar, casi nunca, demasiadas explicaciones.

El doctor Márquez seguía hablando de un modo pausado, como separando unas de otras las palabras, con un tono de voz monocorde, tratando de no transmitir emociones. Gran parte de la terapia se sustentaba en lograr del paciente la aceptación, con tranquilidad, con la mayor naturalidad posible, de todo lo que en ese despacho se decía. En aquel espacio no había nada innombrable, y ningún sentimiento debía ser ocultado. Y, por supuesto, no debía haber pudor alguno. Se trataba de mostrar el alma en su completa desnudez. Y allí tampoco había inocentes o culpables, porque no era ese el objetivo de la terapia.

— Puede ser, doctor Márquez —prosiguió Jaime. Pero yo creo que la mayoría de los niños eran más felices que yo. Podían jugar al fútbol, hablaban sólo de jugar y se dedicaban apasionadamente a ello. Y yo no hacía nada de eso. Yo ya no era más que un cerdo que sólo me fijaba en los niños más pequeños que yo, les espiaba cuando iban a hacer pis, cuando se cambiaban en el gimnasio… Yo no era un niño, doctor Márquez… Yo ya era un monstruo…

Jaime dejó de hablar y se llevó una mano a los ojos antes de iniciar un llanto desbordado pero que trataba de contener.

El doctor Márquez iba tomando notas de todo lo que Jaime iba diciendo, y guardó silencio tras su confesión. Esperó a que éste se tranquilizara algo, y después, pausadamente, le dijo:

— Jaime, trate de verse desde fuera, porque desde dentro distorsiona la objetividad. Usted no era ni un cerdo ni un monstruo. Usted no era más que un niño. Un niño, por supuesto, que necesitaba ayuda… pero sólo era un niño.

Pero Jaime no podía, por más que lo intentara, ser objetivo consigo mismo… No era capaz de verse desde fuera. No podía analizarse como un objeto, como un algo sin alma, sin sentimiento… como algo que ni siente ni padece. Ni sabía, ni podía, mirarse desde fuera, porque el conflicto estaba situado en el centro mismo de su ser. Por eso, en tono casi de queja, como un reproche, le dijo al doctor Márquez, con la voz entrecortada y los ojos húmedos de rabia contenida:

— Y ya que lo ha mencionado, también le diré que yo, siendo niño, como usted dice que yo era, pensé en el suicidio… mientras mis compañeros jugaban con el balón… Y la mayoría de los niños, doctor Márquez, no piensan en eso… sólo piensan en jugar…

Entonces fue cuando Jaime volvió a recordar cómo, treinta años atrás, al llegar de nuevo al gimnasio, vio cómo el padre Antonio acariciaba a un niño como de nueve o diez años, que parecía estar bien amaestrado, pues se dejaba hacer sin rechistar… Había dado mil vueltas buscando el dichoso calcetín, y la tercera o cuarta vez que, ya abatido, desconsolado, entró lloroso en el gimnasio, le pareció oír un leve susurro, tan leve que no estaba seguro de haberlo oído en realidad. Se quedó quieto y en absoluto silencio. Afinó el oído y, al principio, no oyó nada, y empezó a pensar que efectivamente no había nadie. Pero de nuevo oyó como un tenue siseo que no llegaba ni a murmullo, parecido al ruido que hacían algunas mujeres en la iglesia al rezar. Y fue entonces cuando, despacio, esmerando el sigilo, se acercó de puntillas, sin hacer ruido, a la pared del fondo, donde estaban las espalderas y se amontonaban las colchonetas y los aparatos de gimnasia. Allí los vio… Estaban en penumbra, en un rincón poco iluminado del recinto, y no se les distinguía bien. El niño tenía el pantalón bajado y una poderosa y oscura mano se intuía subir y bajar, deleitándose entre sus muslos, acariciando sus pequeñas nalgas… Lo que sí se distinguía nítidamente era el jadeo del padre Antonio, que, ignorante del inesperado testigo, parecía abandonado a una fuerza satánica. Y también se distinguía la paciente docilidad del niño, que parecía esperar instrucciones. Jaime se quedó paralizado y así permaneció mucho tiempo. Esperó sigilosamente a que el padre Antonio y el niño abandonaran el recinto, camino de la capilla, y rápidamente se vistió en medio de una tremenda conmoción. Por fin, Jaime también abandonó, jadeante y culpable, el gimnasio y, ya en la calle, se dirigió rápidamente a su casa. Estaba alterado y confuso.

No lograba entender bien qué había pasado, pero la vida de Jaime cambió ese día, pues a partir de él se vio como poseído por una poderosa e inesperada fuerza que sintió brotar de lo más hondo de sí mismo. Parecía como si la misma fuerza satánica a la que había visto abandonarse al padre Antonio se hubiera apoderado también de él. Un foco de perversión, de lujuria desbordada y desconocida, había iluminado, de repente, el horizonte vital de Jaime: fue esa misma noche, ya solo en su cama, y sin rechistar, cuando se dejó hacer a sí mismo del mismo modo que había visto a aquel niño dejar hacer al padre Antonio, evocando la misma escena de la que había sido testigo. Y terminó masturbado frenéticamente por un inesperado, y otro, yo que había surgido de no sabía bien dónde. Se trató de una reacción sorprendente al violento estímulo sexual que produjo en él la fugaz visión del gimnasio. Aquella experiencia clandestina, abrió en el alma de Jaime un nuevo camino de acceso a un yo desconocido que surgía de lo más íntimo de su ser… Y, en el lugar más inaccesible y frondoso dentro de sí mismo, inauguró un angustioso mundo de ficción, donde construyó un yo que desde entonces lo habitó, que quedaba absolutamente oculto a los demás, un mundo donde desde aquel día ese nuevo yo viviría un sexo solitario, hermético, frustrante, pero absolutamente frenético y sin límite alguno. En ese mundo, impenetrable para los demás, ese nuevo yo daría rienda suelta a todo lo prohibido que desde entonces, y mágicamente, empezó a brotar de todos lados. Los estímulos, a medida que fue avanzando el tiempo, empezaron a aparecer en los lugares y situaciones más inimaginables e inesperados, en las miradas y gestos de la gente, en los anuncios de los periódicos, en los murmullos tras las puertas, en la oscuridad de los cines, en los bosques frondosos junto a las vías del tren, en las calles solitarias y en los callejones, en las risas y en las miradas de sus amigos y amigas… De repente, una fuerza incontrolable le asaltaba en cualquier sitio y le sometía a sus obsesivos y lascivos designios sin que él pudiera frenarla en modo alguno. Jaime, sin que su voluntad hubiera actuado en absoluto a favor de ese gesto, había saltado un muro que lindaba con un mundo situado más allá de la cordura, y así había accedido al otro lado, al de la locura, la angustia, el delirio y la culpa… Y aquel rincón medio oscuro, apartado y lascivo, del gimnasio estaría presente, desde entonces, en todos los sitios adonde Jaime fuera. Ese rincón del gimnasio había hecho nido en su alma y no le abandonó ya nunca. Jaime ya no volvió a encontrar el camino de regreso a la apacible niñez, y pasado el tiempo de la adolescencia, de la juventud, ya en la madurez, había perdido definitivamente el camino de vuelta simplemente a la cordura, que de un modo tan desgarrador le había abandonado, para siempre, aquella tarde de aquel sábado lejano en el gimnasio de su colegio…
Un tumulto de emociones se apoderó de Jaime mientras iba relatando al doctor Márquez lo sucedido en su colegio aquel sábado de abril, lo sucedido aquel día que había quedado grabado a fuego en su memoria. Al final, y superando todos los prejuicios y pudores almacenados durante años en su conciencia sufriente, contó al médico todo lo que jamás había dicho a nadie, pues el dolor era tan grande que prefirió lanzarse al vacío contando de una vez todo sin esperar más. ¡A qué esperar otra cosa! ¡Qué importaba ya lo que pudiera pensar el doctor Márquez! Jaime terminó llorando casi en silencio, incapaz de articular palabra. Ocultaba su rostro con las manos. El tiempo fue pasando en medio de un silencio cada vez más y más elocuente. El médico, suavemente, decidió intervenir.

— Si lo desea, Jaime, paramos un momento. Beba un poco de agua, y se va tranquilizando…

El doctor Márquez, que había seguido tomando notas a medida que Jaime se iba sincerando, anotó en su cuaderno, junto a una descripción sucinta de todo lo que iba comentando el paciente, expresiones tales como “¿TOC?” —así, entre interrogantes—, “masturbación compulsiva”, “libido desviada”, y otras. Se levantó de su asiento y sirvió un poco de agua en el vaso ya vacío que había dispuesto para uso del paciente, y volvió a su sillón tras el diván. Lentamente Jaime se incorporó y se sentó en el diván sin apartar las manos de su rostro. Hubieron de transcurrir varios minutos más hasta que, muy serio, en medio de una evidente conmoción emocional, se decidió a beber un poco de agua sin levantar los ojos de la mesa. Al fin, el doctor Márquez intervino de nuevo:

— Jaime, no se sorprenda. La terapia en sus inicios siempre es dura y es inevitable tener que pasar por esto. Le voy a dejar un rato solo para que, si lo necesita, libremente descargue sus emociones… Es bueno que esto ocurra. Sólo le digo una cosa, déjelas surgir libremente, sin freno, sin pudor. Y después se sentirá mejor, ya lo verá. Son sus emociones y no debe reprimirlas. Es su yo más íntimo el que se expresa a través de ellas, y necesita expresarse. No se condene a habitar para siempre en una cárcel inaccesible hasta para usted mismo. No reprima sus emociones y, ya le digo, se encontrará mejor. Esto también forma parte de la terapia.

El doctor se levantó y posó un instante su mano sobre el hombro de Jaime en un gesto que éste agradeció.

— En unos minutos vuelvo…—se limitó a decir.

Jaime, asintió con un leve movimiento de cabeza.


***


Jaime se limitaba a mirar al suelo. Fue cuando sintió cerrarse la puerta tras el doctor cuando de nuevo brotó de su interior, sin contención alguna, ese mismo llanto inconsolable. Era un llanto de conmiseración consigo mismo y era el yo más puro de Jaime el que gritaba en su interior. Era el yo del niño que, como abandonado en el tiempo, en medio de una oscuridad que lo ocupaba todo, había quedado aterrado y solo en un lugar lejano dentro de su alma. Era el niño que el doctor Márquez, un rato antes, le había dicho que era —«Usted no era más que un niño», le había dicho el médico— y que había quedado atrapado, acallado, horrorizado en el interior de Jaime. Era el niño solitario y temeroso que, desde hacía treinta años, habitaba en medio de un laberinto de emociones el que por fin se estaba expresando en aquel llanto desbordado. Porque en su interior Jaime seguía siendo ese niño asustado que nunca había dejado de ser. Un niño dominado por pasiones desbordadas, por pulsiones descontroladas, por horrores desatados…

Poco a poco fue tranquilizándose. Poco a poco volvió a sentir dentro de sí a aquel niño que fue, a aquel niño que nunca había dejado de ser. Un nuevo caudal de sensaciones fue surgiendo de dentro de si. Sentía como si se hubiera reencontrado con aquel niño que quedó a la deriva treinta años atrás. Y también sintió, de nuevo, el abandono en que Dios le dejó, ese mismo Dios a quien había aprendido a rezar de niño. Dios le había abandonado a su suerte. Dios, el de la infinita misericordia, no acogió a aquel niño desamparado y solo, que quedó abandonado a su suerte... como un barco sin timón.

Poco a poco Jaime fue recuperando el control de sus emociones.

Al poco volvió el doctor Márquez, quien volvió a ocupar el sillón tras la cabecera del diván donde Jaime seguía sentado.

— Jaime, ¿se encuentra mejor?

— Sí doctor —contestó Jaime sin atreverse aún a mirar al médico.

— Es ya tarde —prosiguió el doctor Márquez. Son las ocho y media. Podemos seguir un rato más si lo desea, pero yo creo que por hoy ya está bien. Han sido muchas las emociones y es conveniente ir despacio. Deberíamos mirar un poco todo lo que ha sucedido. ¿Le parece?

Jaime, sin embargo, seguía aturdido, conmovido por las emociones que durante la sesión se habían ido suscitando en su alma.

— Dios no me ayudó... —susurró Jaime como sin darse cuenta.

— ¿A qué se refiere? ¿Qué es eso de que Dios no le ayudó? —preguntó, nuevamente con su voz monocorde, el doctor Márquez.

— Yo rezaba a Dios… Le rezaba llorando…

Y Jaime rompió a llorar de nuevo, mientras decía:

— Le pedía que me ayudara a vencer aquello… Pero no. Dios no me ayudó, y ha guardado silencio hasta hoy. Dios me abandonó. Como un padre cruel abandona a un hijo. Yo era como Isaac, carne de sacrificio. Y mi llanto no fue escuchado. No… No…Nunca ha oído mi llanto, mi súplica de piedad…
Y, casi gritando, dijo:

— ¡Dios ha sido cruel conmigo…!

Y volvió a surgir el mismo llanto inconsolable de un rato antes.

El doctor Márquez sabía muy bien que, debido a la convulsión emocional que estaba sufriendo Jaime, no era el mejor momento para dar por terminada la sesión. Era necesario continuar y tratar de reconducir las emociones en busca de un remanso donde aquietar la tempestad que en ese instante el paciente estaba sufriendo en su alma. Y prosiguió, pero esta vez en un tono más íntimo, abandonando algo su frío y distante papel de terapeuta, mostrándose más cercano, más cordial. En un tono amigable le preguntó:

— ¿Dios es importante en su vida, Jaime?

Jaime permanecía aún lloroso, pero enjugó sus lágrimas con una de las servilletas de papel que había sobre la mesa. Se sirvió, y bebió, un poco más de agua, y al cabo contestó:

— Ahora ya no lo es. Pero lo fue durante mucho tiempo. Sí, Dios fue muy importante en mi vida. Yo, de niño, seguía perfectamente la Misa en latín, sin entender lo que decía, claro. Pero cuando lo estudié en el bachillerato me gustaba, y disfrutaba leyendo en latín entendiendo lo que decía… En fin… Pero, sí… Dios ha sido muy importante en mi vida. Yo creo que sigo siendo creyente… aunque ahora es muy diferente…

Poco a poco Jaime fue tranquilizándose. Terminaron charlando del tiempo, del frío que hacía en Madrid. Estuvieron hablando alrededor de veinte minutos más, al final de los cuales el doctor Márquez le ofreció a Jaime el uso del servicio para que se aseara y borrara de su rostro las huellas que habían dejado las emociones, mientras él iba poniendo en orden las notas que había ido tomando durante la sesión.

Al poco, volvió Jaime del lavabo, con el botón superior de la camisa dentro de su ojal y la corbata en su sitio. Sin decir palabra, se puso la chaqueta, se enfundó el abrigo y cogió el paraguas. Al volverse para despedirse del doctor Márquez, éste se encontraba cerca de él.

— Hoy hemos avanzado mucho, Jaime. Ya verá cómo, poco a poco, todo va a ir yendo mejor.

— En usted confío, doctor.

Y se dieron la mano.

— Nos vemos el próximo miércoles a la misma hora…

— Sí. Ya le dije que el miércoles es el mejor día para mí —dijo Jaime.

— Le acompaño… —dijo el médico mientras cedía el paso a Jaime junto a la puerta del despacho.


***


Una semana antes, el primer día de consulta, el doctor Márquez había ido anotando los datos biográficos relevantes que, a su indicación, Jaime le iba contando. Jaime era hijo único. Su padre era funcionario del Ministerio de Hacienda, y su madre trabajaba en la administración de una importante empresa comercial. Nunca había tenido novia. La única experiencia con mujeres, breve y esporádica —tan solo duró una semana—, la tuvo, cuando contaba diecinueve años, con una chica de su misma edad, vecina del mismo bloque de viviendas donde él vivía con sus padres. No habían ido más allá de darse la mano y algún beso en la mejilla.

— ¿Por qué lo dejaron tan pronto? —preguntó entonces el doctor Márquez.

— Tenía miedo a mi reacción con las mujeres. —contestó Jaime. No estaba seguro de que en realidad me atrajeran. Yo quería estar con ella. Y ella me gustaba. Era muy guapa y era una buena chica. Pero yo tenía miedo a mis reacciones.

— ¿A qué tenía miedo, Jaime?

— A no estar realmente enamorado… A no comportarme como ella podría esperar… A decepcionarla…

— ¿Se sentía atraído por ella? —preguntó el médico.

— No lo sé… La verdad es que creo que no. Bueno… La verdad es que no estoy seguro…

— ¿La abrazó en algún momento? ¿Sintió usted alguna excitación sexual ante la cercanía de ella, al abrazarla?

— Sí… sí. Pero me sentía muy incómodo. Pensaba que ella se podría ofender.

— ¿Por qué pensaba que ella se podría ofender?

— Pues… por notar que yo la deseaba… por notar mi excitación…

— Ha dicho que no estaba seguro que en realidad le atrajeran las mujeres…

— Y es verdad. No estaba seguro.

— ¿Y ahora lo está?

— No. Sigo sin estar seguro.

— ¿Le atraen los hombres?

— No… Los hombres no me atraen...

— ¿…?

— Me atraen los niños.

La conversación se interrumpió un instante. El doctor Márquez prosiguió.

— ¿Ha tenido relaciones con niños?

— No. Nunca. Pero me atraen los niños.

— ¿Ve pornografía infantil?

— No. Nunca la he visto. Porque me da miedo verla. Me repugna y no deseo verla.

— Sin embargo dice que le atraen los niños…

— Sí…

— ¿Tiene usted vida sexual?

— Sí.

— ¿Es exhibicionista?

— No, no. Sólo me masturbo. Constantemente. Cuando era joven, varias veces al día. Ahora, menos. 
Una o dos veces…

— ¿Todos los días?

— Todos los días…

— ¿Y en qué es en lo que encuentra estímulo para masturbarse, Jaime?

— En la pasividad absoluta del niño que imagino ser, en su docilidad… Un niño del que abusa un adulto. Del que abusa un hombre.

— ¿Nunca imagina estar con una mujer?

— No.

— Y, cuando se masturba, ¿con quién se identifica más, Jaime? ¿Con el adulto o con el niño?

— Siempre con el niño. Creo que siempre con el niño…

El doctor Márquez había ido tomando notas en un cuaderno nuevo dedicado al paciente, y estaba sentado tras la cabecera del diván donde Jaime Pérez Enciso se encontraba tumbado. Al fin, el médico le preguntó:

— ¿Tiene amigos, Jaime? ¿Tiene amigas?

— No… Realmente no.

Jaime empezó a moverse incómodo en el diván.

— Dígame, Jaime ¿por qué ha venido?

— Porque no aguanto más… porque no puedo vivir así…

— ¿Es la conciencia? —preguntó el médico.

— No… bueno, no lo sé. Será eso…

Y tras un instante en silencio, Jaime añadió, como con un hilo de voz:

— Es el sufrimiento…



Madrid, enero de 2015

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