miércoles, 25 de noviembre de 2015

DIGRESIÓN 1




Stevenson en el Infierno

En lo que hoy es el Monasterio de Agia Triada, en Meteora, junto a la llanura de Tesalia, cuenta la leyenda que vivió hace mucho tiempo, antes de que los cantos de alabanza a Dios quedaran grabados en la memoria de los hombres, un monje que, al cabo de los años, y para los habitantes de aquella región, se creyó que era el Preste Juan. De él, como devoto de la herejía nestoriana, se dice que muchos años después fundó un reino cristiano más allá de Samarkanda, perdido en los confines de Asia. Pero del tiempo de su estancia en Meteora se cuenta  que entabló contacto con Satanás.

En lo alto de aquella roca el Preste Juan hacía penitencia y rezaba al Dios más compasivo, sometiendo su cuerpo a las más refinadas torturas imaginables con el fin de vencer las pasiones más abyectas. Pero, como también cuenta la leyenda, cuanto más rigurosa era la penitencia con que el Preste Juan castigaba su carne, mayores y más poderosas eran las tentaciones que le asaltaban, de modo que, aunque una y otra vez, sin aceptar la rendición, lograba elevar algo su alma por encima de la ignominia, al cabo siempre terminaba cayendo en el fango del pecado más horrendo. En plena lucha consigo mismo, en medio del macabro juego con que la Virtud y el Pecado se entretenían con su alma, y cuando se encontraba casi al borde de la locura, adivinó la tenebrosa sombra del Príncipe de las Tinieblas que poco a poco se había ido apoderando de su alma. Entonces, casi al límite de su resistencia, Juan decidió aliarse con su mayor enemigo tratando de acordar una salida a su triste situación, aunque, en su intuición bien lo temía, se tratara de un pacto de cumplimiento imposible. Y propuso al Diablo: 

- Hagamos entre nosotros, Señor, un pacto que conduzca a la condena eterna a cientos, a miles, a decenas de miles de pecadores, liberándome, en contrapartida, a mí de vuestro yugo. Para ello bastaría maquinar cómo lograr el fiel compromiso con Vos de la víctima elegida mediante un trueque perverso: un objeto dentro del cual se encierre vuestro malvado espíritu tentador, que pudiendo pasar libremente de mano en mano y navegando sobre la profunda e insaciable maldad humana, termine contaminando de pecado el alma de miles de hombres.

-          -  Interesante… —contestó Satanás. Veo que has aprendido a ser más y más perverso… ¡Continúa!

-        -  Para ello, Señor, bastaría con que el dueño del objeto que contenga vuestro espíritu pueda disponer, con sólo desearlas, y utilizándolas sin otro límite que su propio capricho, de todas las personas o cosas capaces de satisfacer sus mayores perversiones. De ese modo, en él triunfará la maldad cuyo imperio anheláis desde la eternidad. Y para salvar su alma, el desdichado propietario del objeto maldito deberá deshacerse de él antes de morir, vendiéndolo siempre a un precio inferior al que pagó cuando lo compró.

-       - Me gusta… me gusta… Mira en la alacena que hay a tu espalda, y encontrarás una botella de cuello largo y cuerpo esférico. Ella, donde está encerrado mi espíritu, irradiará mi poder infinito sobre las almas que ante mí se postren. Tras apoderarme de ellas, las arrastraré gozoso a las llamas del Infierno por los siglos de los siglos.

Satanás accedió a la atrevida pretensión de Juan quien, en su desesperación, no hacía otra cosa que ir hundiéndose poco a poco y cada vez más en las hondas simas del pecado. Un pecado urdido con los sutiles e inocentes mimbres disponibles allí donde sólo un alma perdida en la desesperación, pero capaz de dar una y otra vez la espalda al Dios Eterno y Bondadoso, es capaz de llegar. Pero, si bien, en cumplimiento del pacto, el yugo con que Satanás tenía sometido a Juan fue eliminado por Aquél, no por ello obtuvo éste de Dios el perdón indiscutible con que contaba. No fue, en consecuencia, ni por su lujuria ni por su abandono al placer desordenado por lo que el Preste Juan, a pesar de liberarle Satanás de su yugo, se condenó. Fue porque cayó en el único pecado que no tiene perdón de Dios, el que conduce sin remedio alguno a la condena eterna. Bastó el simple pacto a que llegó con Satanás, para que su alma ya fuera insalvable, porque su pecado fue tratar de huir de la miseria humana creyendo que era posible, y en pie de igualdad, alcanzar un pacto entre el hombre miserable y la divinidad, llámese ésta Ishtar, Marduk, Astarté, Osiris, Yavhé o el mismo Satanás… Desde que este último pacto inició sus efectos, una sombra de tristeza inunda el mundo.


Muchos años después de la muerte del Preste Juan en el corazón ardiente de Asia, falleció en Samoa, allá por los Mares del Sur, a sus cuarenta y cuatro años de edad, uno de los escritores más grandes de la historia de la literatura universal. Fue creador de aventuras y de mitos, y con su afilada y certera pluma describió como nadie la denodada lucha del hombre en el eterno conflicto entre el bien y el mal, para hacerse merecedor de una salvación que ese mismo hombre sólo es capaz de vislumbrar en un horizonte inalcanzable siempre. Mirándose a sí mismo con honesta valentía, ese escritor descubrió que no son sólo una sino varias las almas que en un hombre pueden habitar, y que en esa lucha el fracaso siempre está anunciado. Jekyll y Hyde llamó a esas almas en lucha constante y desalentadora por alcanzar el cielo. Junto a su cadáver, presa aparente de tuberculosis, se descubrió un manuscrito desordenado y escrito con letra crispada titulado El diablo en la botella. Un último gesto horrorizado quedó grabado en el rostro de Stevenson quien, con los ojos muy abiertos como mirando al infinito, y junto a una botella descorchada, de cuello largo y cuerpo esférico, caída junto a él, parecía estar viendo al mismo Satanás.

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