Stevenson en el
Infierno
En lo que hoy es el
Monasterio de Agia Triada, en Meteora, junto a la llanura de Tesalia, cuenta la
leyenda que vivió hace mucho tiempo, antes de que los cantos de alabanza a Dios
quedaran grabados en la memoria de los hombres, un monje que, al cabo de los
años, y para los habitantes de aquella región, se creyó que era el Preste Juan.
De él, como devoto de la herejía nestoriana, se dice que muchos años después
fundó un reino cristiano más allá de Samarkanda, perdido en los confines de
Asia. Pero del tiempo de su estancia en Meteora se cuenta que entabló contacto con Satanás.
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En lo alto de aquella roca
el Preste Juan hacía penitencia y rezaba al Dios más compasivo, sometiendo su
cuerpo a las más refinadas torturas imaginables con el fin de vencer las
pasiones más abyectas. Pero, como también cuenta la leyenda, cuanto más
rigurosa era la penitencia con que el Preste Juan castigaba su carne, mayores y
más poderosas eran las tentaciones que le asaltaban, de modo que, aunque una y
otra vez, sin aceptar la rendición, lograba elevar algo su alma por encima de
la ignominia, al cabo siempre terminaba cayendo en el fango del pecado más
horrendo. En plena lucha consigo mismo, en medio del macabro juego con que la
Virtud y el Pecado se entretenían con su alma, y cuando se encontraba casi al
borde de la locura, adivinó la tenebrosa sombra del Príncipe de las Tinieblas
que poco a poco se había ido apoderando de su alma. Entonces, casi al límite de
su resistencia, Juan decidió aliarse con su mayor enemigo tratando de acordar
una salida a su triste situación, aunque, en su intuición bien lo temía, se
tratara de un pacto de cumplimiento imposible. Y propuso al Diablo:
- Hagamos entre nosotros, Señor, un pacto que conduzca a la condena
eterna a cientos, a miles, a decenas de miles de pecadores, liberándome, en
contrapartida, a mí de vuestro yugo. Para ello bastaría maquinar cómo lograr el
fiel compromiso con Vos de la víctima elegida mediante un trueque perverso: un
objeto dentro del cual se encierre vuestro malvado espíritu tentador, que
pudiendo pasar libremente de mano en mano y navegando sobre la profunda e
insaciable maldad humana, termine contaminando de pecado el alma de miles de
hombres.
- - Interesante… —contestó Satanás. Veo que has aprendido a ser más y
más perverso… ¡Continúa!
- - Para ello, Señor, bastaría con que el dueño del objeto que contenga
vuestro espíritu pueda disponer, con sólo desearlas, y utilizándolas sin otro
límite que su propio capricho, de todas las personas o cosas capaces de
satisfacer sus mayores perversiones. De ese modo, en él triunfará la maldad
cuyo imperio anheláis desde la eternidad. Y para salvar su alma, el desdichado
propietario del objeto maldito deberá deshacerse de él antes de morir,
vendiéndolo siempre a un precio inferior al que pagó cuando lo compró.
- - Me gusta… me gusta… Mira en la alacena que hay a tu espalda, y
encontrarás una botella de cuello largo y cuerpo esférico. Ella, donde está
encerrado mi espíritu, irradiará mi poder infinito sobre las almas que ante mí
se postren. Tras apoderarme de ellas, las arrastraré gozoso a las llamas del
Infierno por los siglos de los siglos.
Satanás accedió a la
atrevida pretensión de Juan quien, en su desesperación, no hacía otra cosa que
ir hundiéndose poco a poco y cada vez más en las hondas simas del pecado. Un
pecado urdido con los sutiles e inocentes mimbres disponibles allí donde sólo
un alma perdida en la desesperación, pero capaz de dar una y otra vez la
espalda al Dios Eterno y Bondadoso, es capaz de llegar. Pero, si bien, en
cumplimiento del pacto, el yugo con que Satanás tenía sometido a Juan fue
eliminado por Aquél, no por ello obtuvo éste de Dios el perdón indiscutible con
que contaba. No fue, en consecuencia, ni por su lujuria ni por su abandono al
placer desordenado por lo que el Preste Juan, a pesar de liberarle Satanás de
su yugo, se condenó. Fue porque cayó en el único pecado que no tiene perdón de
Dios, el que conduce sin remedio alguno a la condena eterna. Bastó el simple
pacto a que llegó con Satanás, para que su alma ya fuera insalvable, porque su
pecado fue tratar de huir de la miseria humana creyendo que era posible, y en
pie de igualdad, alcanzar un pacto entre el hombre miserable y la divinidad,
llámese ésta Ishtar, Marduk, Astarté, Osiris, Yavhé o el mismo Satanás… Desde
que este último pacto inició sus efectos, una sombra de tristeza inunda el
mundo.
Muchos años después de la
muerte del Preste Juan en el corazón ardiente de Asia, falleció en Samoa, allá
por los Mares del Sur, a sus cuarenta y cuatro años de edad, uno de los
escritores más grandes de la historia de la literatura universal. Fue creador
de aventuras y de mitos, y con su afilada y certera pluma describió como nadie
la denodada lucha del hombre en el eterno conflicto entre el bien y el mal,
para hacerse merecedor de una salvación que ese mismo hombre sólo es capaz de
vislumbrar en un horizonte inalcanzable siempre. Mirándose a sí mismo con
honesta valentía, ese escritor descubrió que no son sólo una sino varias las
almas que en un hombre pueden habitar, y que en esa lucha el fracaso siempre
está anunciado. Jekyll y Hyde llamó a esas almas en lucha constante y
desalentadora por alcanzar el cielo. Junto a su cadáver, presa aparente de
tuberculosis, se descubrió un manuscrito desordenado y escrito con letra
crispada titulado El diablo en la botella.
Un último gesto horrorizado quedó grabado en el rostro de Stevenson quien, con
los ojos muy abiertos como mirando al infinito, y junto a una botella
descorchada, de cuello largo y cuerpo esférico, caída junto a él, parecía estar
viendo al mismo Satanás.
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