CUENTO DE NAVIDAD
Julián vivía solo desde que enviudó. Pero ahora, siete
años después de la muerte de Mercedes, cercana ya la Navidad, se había decidido
a volver a poner el Belén que tanto le gustaba a ella, que se fue para siempre un
día como cualquier otro, poco después de bajar a la calle a comprar unos huesos
para hacer caldo. Falleció cuando su cuerpo fue empotrado contra el muro de un
edificio por una hormigonera que quedó sin frenos en una calle empinada cercana
a su domicilio. Murió en el mismo instante del impacto. Tras el pertinente
juicio, la compañía de seguros pagó a Julián una importante indemnización, que,
años después, Julián dedicó a comprar flores para la tumba donde la enterraron,
y para atar cada semana un ramo a la farola más cercana al lugar de su muerte.
Pero eso fue más tarde, porque la muerte de Mercedes dejó el alma de su marido
como vagando a la deriva entre un montón de sentimientos encontrados. Y como no
habían tenido hijos no hubo nadie que acudiera, ante su nueva circunstancia, al
rescate de Julián.
Al principio, durante semanas, él fue incapaz de
llorar, aunque era lo que más deseaba, para expulsar de sí una profunda
angustia que de repente anidó en su corazón. Necesitó de muchos días para
volver a mirarse al espejo, y cuando pudo hacerlo había pasado casi un mes. En
ese instante le costó reconocerse en aquel hombre canoso, barbudo y mucho más
delgado de lo que él recordaba… Fue entonces cuando decidió asearse como a ella
le hubiera gustado que él hiciese. Y resolvió que su particular homenaje al
amor sincero que ambos se habían profesado era mantener todo exactamente igual
que cuando ella vivía. Por eso, se afanó en las labores de la casa. Y también,
como si se tratara de una revelación, decidió entonces gastar la indemnización
en comprar flores y más flores solo en memoria de ella.
A partir de entonces, Julián también empezó a
encontrar la paz tocando, abrazando los objetos que habían sido de ella. En
ellos la encontraba más presente y más real que en cualquier fotografía. Las
que habían sido las gafas de Mercedes, pero también su pijama, sus zapatillas,
el libro que quedó en su mesilla, con la marca de lectura en la página sesenta
y siete, su anillo de casada… Por las noches cogió la manía, que después fue
costumbre, de irse a la cama, al anochecer, con alguno de esos objetos entre
sus manos. Y los acariciaba, o los abrazaba, sintiendo que conservaban el alma
de ella. Era como si, por encanto, aquélla hubiera quedado en ellos atrapada.
Julián no era religioso, aunque tampoco era ateo. La verdad es que no le preocupaba mucho si había o no un Dios. Alguien le dijo una vez
que en realidad era agnóstico, y también algo nihilista —ese alguien le dijo
esto último en tono de reproche. De todos modos, Julián entendía que para vivir
era necesario creer en algo. Y la creencia, para él, se parecía a una apuesta
arriesgada, algo parecido a apostar todo a una carta. Podías equivocarte en la
elección de ésta, pero para que la vida mereciera la pena había que aceptar ese
riesgo. Y pensaba que la carta de Dios era la de los perdedores. Aunque,
curiosamente, tampoco sabía muy bien a qué carta debían apostar los ganadores.
No obstante, aunque nunca se lo había dicho a nadie, estaba convencido de que
tras la muerte no nos esperaba nada más que la aniquilación total.
Mercedes, sin embargo, era todo lo contrario que
Julián, pues desde niña había sido muy religiosa. Y desde que se casaron siguió
yendo a Misa todos los domingos, sin que él mostrara nunca oposición a sus
deseos. La esperaba a la salida de la iglesia y, tras dar una vuelta por el
barrio, iban a tomar un vermú al bar de Manolo, que había sido compañero de
clase de Julián cuando fueron niños. También, por Navidad, ella tenía la
costumbre, que no abandonó hasta su muerte, de colocar un sencillo Belén
haciendo un pequeño hueco sobre el viejo y enorme aparador que, heredado
de sus padres, se encontraba en el saloncito de su vivienda. Y Julián la
ayudaba a poner unas pequeñas bombillitas de colores que parpadeaban sobre las
bonitas figuras que en el Portal representaban a la Sagrada Familia en sus
inicios, cuando nació Jesús. Por supuesto, Julián no creía que aquel niño fuera
el hijo de ningún dios, ni que María, su madre, fuera virgen antes ni después
del parto. Pero jamás le dijo palabra alguna a Mercedes sobre esos asuntos
porque no quería que, por su culpa, pudiera romperse la fe que ella tenía en la
vida si desaparecía Dios de su horizonte. Por eso también la acompañaba siempre
a la iglesia aunque la esperara en la puerta.
Pero un día, siete años después de la muerte de
Mercedes, en la misma semana de Navidad, Julián, de repente, decidió bajar
del altillo que había al fondo del pasillo la caja donde estaban las figuras
del Belén. La caja, que había sido el embalaje de una aspiradora, estaba
rellena de finas tiras de papel de periódico pacientemente esparcidas entre las
figuritas de barro para que éstas no se rompieran. Dos semanas antes, su
vecina Carmen, viuda también, que le había oído llorar por las noches, decidió
hablar con él,
— Julián,
necesitas que te vea el médico. Mañana te acompaño yo.
a
lo que Julián se negó, amable pero tajante:
— No,
Carmen, gracias por tu preocupación, pero estoy bien. No necesito médicos.
Ahora ya era de noche, y Julián estaba sacando de la
caja de la vieja aspiradora las bonitas figuras que Mercedes había ido
comprando a lo largo de varios años. Cuando las hubo colocado dentro del
portal, en los mismos lugares donde ella las situaba, cogió la figura de barro
que representaba al buey y se fue con ella a la cama. Y se acostó, abatido y
triste, con el buey bien apretado en su mano derecha. Al poco, decidió apagar
la pequeña lámpara de la mesilla. De repente, Julián rompió a llorar. Era un
llanto desconsolado porque Mercedes ya no estaba. Y se durmió.
Debió pasar un buen rato cuando Julián oyó cómo
alguien abría, suavemente, la puerta de la calle.
— ¿Mercedes?
—preguntó inquieto.
— Sí,
cariño, soy yo…
Y enseguida vio aparecer a Mercedes, tan guapa como
siempre había sido, que se sentó en la cama, junto a él. Se miraron con
ternura, y ella se inclinó para abrazarlo y besarlo, suavemente. Eso fue todo.
Tres días después, a las diez de la mañana, un brusco
chorro de luz entró por la ventana del dormitorio de Julián. Eran los bomberos
que, junto a un oficial del juzgado de guardia y la policía, estaban entrando
en su casa, ante el aviso de su vecina Carmen, alarmada porque hacía dos días
que no oía ningún ruido en casa de Julián y tampoco respondía a sus llamadas.
Lo encontraron en la cama, con el rostro en paz, y con la figura del buey del
Belén pegada a sus labios.
***
Enhorabuena por este relato. Me ha llegado profundamente. Un abrazo Antonio.
ResponderEliminarSiempre un placer leerte y compartir contigo momentos e instantes llenos de mágia.
Juanjo: Me alegra infinito tener entre mis amigos a una persona como tú, con una sensibilidad tan cercana a la mía
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, Antonio. Un fuerte abrazo.
ResponderEliminarOtro fuerte para ti.
EliminarMe ha encantado leerte en ese justo momento antes de que empiece el movimiento de las personas y el ruido de los teléfonos.
ResponderEliminarTe agradezco mucho el comentario, Galo. Un abrazo.
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